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Psicológicamente, las reacciones ante una frustración pueden tomar distintos modelos: continuar la lucha por el objetivo; mantenerse a la espera; descubrir nuevos caminos y soluciones; reacciones inadecuadas como agresión, el sentimiento de culpa, la regresión, la represión, la negación de la realidad, etc. El que se produzca uno u otro modelo de conducta depende de la personalidad y las experiencias previas del sujeto, de la situación, de la clase de frustración y del medio sociocultural. Las frustraciones que desatan más agresividad son las que se acompañan de los sentimientos de miedo, temor, celos, envidia o impotencia. De nuevo me remito a Freud para este tema, el cual considera a la agresividad como una manifestación del instinto de muerte: uno se suicida no para morir, sino para cambiar de modo de vivir. El suicidio sería la forma más extrema de la autoagresividad. Del suicidio hablaré en breves palabras posteriormente. Sin adelantarme en materia al tema de la personalidad, de la que quiero tratar unas líneas, y para terminar con esta síntesis de la agresividad, sólo mencionar que las características físicas hoy día no pueden tomarse como índice del perfil psicológico, al que aludiré más tarde, lo que sí puede encontrarse es la existencia de una correlación positiva entre las malformaciones corporales y la criminalidad. La foto-robot del biotipo atlético del delincuente sería: constitución mesamórfica y atlética; temperamento extravertido muy impulsivo y agresivo; carácter desconfiado, rebelde, aventurero, necesitado de afirmación social.; con pensamiento directo y muy concreto; proveniente de un hogar en el que ha crecido con poca comprensión. La agresividad se encuentra muy exaltada en ciertos desarrollos neuróticos de la personalidad, donde el sentimiento de inferioridad plantea por compensación una exagerada necesidad de autoafirmación. El síndrome paranoide suele acompañarse de una poderosa pulsión agresiva. El sujeto se considera el centro del mundo y por ello relaciona con su propia persona la mayor parte de las cosas que suceden a su alrededor. Y ese dolor a la frustración, al estado psicótico en el que vive, dolor agridulce que conlleva en muchas ocasiones al suicidio, definido como el acto por el cual alguien se da muerte a sí mismo. En muchas ocasiones, el sentimiento de culpa tras un acto agresivo conlleva al suicidio cobardemente del agresor, por no soportar lo que se le viene encima, hablando en todos los aspectos. Esto se da desgraciadamente en muchos casos de lo que se llama  hoy día violencia de género, donde el hombre por lo general, tras asesinar a su mujer, se quita la vida. Muchos condenados a muerte lo han hecho ahorcándose en sus celdas antes de la llegada del angustioso momento, prefiriendo ellos decidir por el futuro del destino que pasa por sus manos. En cuanto acto libre y voluntario, el suicidio ha sido considerado por algunos autores como manifestación suprema de la libertad del individuo frente a la necesidad de la naturaleza. Pero también se ha considerado que es un acto que atenta contra la ley natural que impone el deber de la conservación de la propia vida, razón por la cual ha sido condenado por muchos autores. Para los estoicos, remitiéndome históricamente a este tema, el suicidio está justificado si el seguir viviendo impide el cumplimiento del propio deber o amenaza la dignidad. La persona que llega a la certeza de esta situación es preferible que se de muerte, ya que es más importante vivir bien que simplemente vivir. Para los epicúreos, el dolor irremediable o la desgracia inevitable justifican el suicidio. Forma cobarde o no de vivir, inevitablemente se llega a la muerte, a la cesación definitiva de la vida. Desde una perspectiva general, la muerte es un fenómeno biológico natural que implica el fin irreversible de las funciones vitales. Desde este punto de vista se plantea un problema que es a la vez técnico y ético, a saber: el de la determinación exacta del momento de la muerte. Por lo que se refiere al ser humano, se han dado diversos criterios. Así, se ha considerado el fin de la respiración, el cese de la actividad cardiaca, y más recientemente el fin de la actividad cerebral. En este último caso se parte del supuesto filosófico de considerar que es la actividad cerebral la que determina la característica específicamente humana, razón por la cual, en su ausencia, aunque no haya cesado la actividad cardiorrespiratoria, se está en presencia de una vida no humana. En cualquier caso debe distinguirse entre los criterios para la determinación de la muerte de la concepción de ésta. El primer problema es técnico, el segundo es filosófico. Mientras que la muerte es un hecho que afecta necesariamente a todo ser vivo, se puede considerar que la noción de la muerte es específicamente humana en cuanto sólo el hombre tiene la conciencia plena de su inexorabilidad y se plantea el problema de una hipotética vida después de la muerte. Desde esta perspectiva, la muerte forma parte del sentido general de la vida humana. Por ello, algunos filósofos consideran la filosofía como una meditación de la muerte. Ante lo inevitable de la muerte y su carácter de negación radical de la vida, algunos pensadores han destacado lo absurdo de la vida que ha de acabar necesariamente con la muerte. Este es el fondo de la angustia existencial, que se acentúa al considerar que la muerte no solo es un hecho, sino un proceso: desde que nacemos estamos condenados a la muerte. La imposibilidad de vivir la propia muerte, e incluso pensarla, pues cuando lo intentamos podemos imaginar nuestro cuerpo muerto, pero mientras lo imaginamos seguimos pensando y por tanto, nuestro yo sigue siendo el punto referencial, constituye el fondo de la creencia en el dualismo mente-cuerpo, y de las creencias religiosas que afirman la inmortalidad del alma. Estas creencias basadas en el dualismo psicofísico adoptan históricamente diversas formas. En primer lugar, aparecen las creencias basadas en la concepción de una caída o pecado original. Según estas doctrinas, que ejemplifican el cristianismo y el orfismo, la muerte debe entenderse como la liberación del alma de la cárcel corporal. En cambio la doctrina aristotélica que concibe el alma como forma del hombre, cuya materia es el cuerpo, implica que el alma no puede subsistir independientemente del cuerpo, y por tanto, no puede ser inmortal. Santo Tomás interpreta la teoría aristotélica desde el cristianismo, pero como el cristianismo sostiene la inmortalidad del alma, y ésta, en cuanto forma del cuerpo, no puede subsistir independientemente, se verá obligado no sólo a afirmar la resurrección del alma, sino también de la carne. En todas estas doctrinas dualistas y religiosas, más que asumir la muerte como negación radical de la vida, lo que se hace es negarla, convirtiéndola en meramente corporal y declarándola solamente un transito hacia otra forma de vida. A su vez, la resurrección también ha sido entendida históricamente de diversas maneras. Así, algunas creencias sostienen las reencarnaciones sucesivas o la transmigración de las almas.

 
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