Soñaba inocentemente desde su balcón, del mismo modo que han soñado y soñarán las jóvenes de siempre. Porque estaba lejos de sospechar los crímenes obscuros que suele cometer la maldad o la necedad de los hombres. Desconocía esos sucesos que surgen súbitamente del encuentro entre dos seres llamados a encontrarse, así como las fuerzas capaces de dominar las fatalidades de la existencia. Lucía soñaba inocentemente desde su balcón. La Luna, aquella noche, difundía sobre París las cenizas de su luz. Así, el vapor, suavemente grisáceo, de sus rayos, envolvía a la ciudad y prestaba un aspecto mágico a aquel rincón parisiense en el que Lucía moraba.
El hotel de dos pisos que su padre había hecho levantar se hallaba -esto ocurría en los años anteriores a la guerra, hacia 1864 ó 1865- en lo alto de la calle de las Feuillantines, en el sitio mismo donde la vía comienza a descender y donde puede verse hoy la de Claudio Bernard, cuyas casas uniformes ostentan sus techos escalonados por imposiciones de la pendiente. Lucía contemplaba desde su balcón del otro lado de la calle -una calle estrecha y vetusta-, y ya en los límites del horizonte, una línea de colinas, borrosa y fugitiva a tal hora, las colinas de Arcueil y de Gentilly. A su izquierda, el Val-de-Grâce elevaba su cimborrio como uno de esos monumentos que de golpe se erigen ante vosotros cuando os asomáis a un balcón de la insigne Roma, rodeados por la soledad. El balconcillo caía sobre el jardín, que formaba parte del hotel, y del que subían, audaces, dos grandes álamos. Hasta las fortificaciones o más allá, hasta donde la mirada podía inquirir, detrás del hospital del Val-de-Grâce, detrás de los barracones de las enfermerías, recientemente construidos, aparecían mil edificaciones, cuyos tejados, en aquel lugar próximo a las afueras, se perdían en la noche, bajo el verdor de los árboles, y la Luna, limitándose a herir las partes salientes, diríase desde el ventanal de Lucía que iluminaba una selva.
Sobre la cúpula de los árboles y la bóveda de los castaños, la Luna, fatigada, parecía descansar, parecía querer acostar aquellos rayos deshechos que lo envolvían todo con una niebla plateada y moribunda. Una poesía misteriosa, desprendida de la gasa impalpable, ligaba al cielo y a la tierra, uniéndolos en soberana armonía, y los ojos de la joven parecían también acostarse y descansar en el horizonte dibujado por las colinas, sobre el terciopelo luminoso del bosque percibido.
Y su corazón tejía sueños inefables con los rayos prolongados de la Luna...
Lucía tenía entonces de veintidós a veintitrés años. El escritor, al no disponer más que de palabras, tropieza con graves dificultades para mostrar la gracia de un rostro y hasta para describir cualquiera de sus rasgos. Tiene que anotarlos uno a uno, y no puede presentarlos en un conjunto inmediato. Si después de haber fijado el valor de los ojos quiere seguir con los contornos de la boca, se pierde la fisonomía en el intervalo y el retrato se escapa. La expresión, severa o jovial, pide, para ser recogida, el símbolo de una relación o de un color, única manera de que la persona se presente íntegramente. Pero Lucía no necesitaba de símbolos. Un gran pintor, amigo de su padre, impresionado ante la melancolía y la dulzura de una niña delicada y dolorosa, había recogido el óvalo gracioso de aquella cara cuando Lucía contaba diez y seis años. En Las lamentaciones de la Tierra, uno de los últimos cuadros del maestro, la figura central recordaba exactamente a nuestra heroína.
Con una singular percepción adivinadora, el artista, cuyo corazón tenía a veces geniales clarividencias, evocaba en la imagen de la adolescente lo que precisa sufrir en la penosa ascensión de los dolores humanos, donde todas las debilidades y todas las inocencias son vencidas y pisoteadas por la fuerza, y donde las víctimas, representadas en el lienzo por mujeres, ascienden en demanda de justicia, aunque serenándose merced al solo hecho de ascender. Vagaba por los ojos de Lucía no se sabe qué melancolía aérea, y sus actitudes y su modo de andar procuraban advertir que no pertenecía a la tierra. Era una criatura de la que se hubiese dicho que ignoraba los menores contactos con la realidad. Existen personas ricas, criadas en medio del lujo, que han contraído hábitos de vida artificial, absolutamente ajenos a la vida verdadera. Si viajan, llevan un secretario, una especie de mayordomo, que les saca los billetes, les instala en el vagón, les reserva las habitaciones del hotel, les pasea, les suprime todas las molestias, y, consecuentemente, corta los hilos que les unen a los otros seres. esos hilos que van del hombre al propio suelo. Si están en su casa, una servidumbre numerosa llena las funciones que cada individuo debe realizar por su cuenta, y no se les deja ni tocar una tela. No han sentido la comunicación de la piel de sus manos con los objetos usuales, y jamás pueden gozar del conocimiento de las cosas.
Tal era, poco más o menos, el caso de Lucía, mitad por educación, mitad por temperamento, pues cierta pereza innata, cierta indolencia constitucional, cierto apartamiento anticipado de todo, llevan a muchos seres a residir fuera de la vida. Esa molicie, la molicie de la costumbre, no excluye, sin embargo, la acción interior, y puede desarrollarse especialmente en las mujeres por la prontitud con que son atendidos sus caprichos. Lucía, desde su infancia, estaba habituada a ser complacida, en el acto. Su madre, una irlandesa, cuyos ojos azules poseían una llamarada límpida y cuyo espíritu inquieto y cuya alegría reidora contradecían aparentemente las características de su raza, conservaba de ésta un fondo de repugnancia para intervenir muy de cerca en las realidades ambientes, en las tareas de la casa. Era rica, lo que le dispensaba de proceder en su hogar por sí misma. Lucía, su única hija, había sido criada, como queda dicho, entre algodones. A los diez años perdió a su madre. Demasiado joven para reemplazar a la muerta en la dirección de las faenas domésticas, había sido confiada por su padre a una institutriz, y a los veintidós años tenía aún su aya, la señorita Adelaida. Una joven bretona, María Reina, buena muchacha, aunque de condición algo distraída, se dedicaba, sin contar con el resto de la servidumbre, a cumplir con todos los cuidados menudos de su ama. Lucía vivía, por tanto, casi sola en su querido hotel; sola, sobre todo, en si misma, porque poseía un alma retraída y solitaria. No veía más que sus habitaciones y el jardín donde se sentaba en el verano, el cual durante el invierno, con sus ramajes desnudos, daba a las meditaciones de la joven pródigo alimento.
No salía apenas, Leía mucho y encontraba en la lectura un hondo placer, semejante al que le procuraba el adorno, el ordenamiento y el buen aspecto de su gabinete. Porque se ocupaba de] menor detalle, conocía muy bien el lugar que correspondía a cada bibelot, manejaba todos los objetos y los elegía a su gusto. Era quizá el único contacto que establecía con la realidad, y, pensándolo bien, no era ninguno. Su cuarto era para ella algo tan íntimo como su alma, y al quedarse en él se alejaba tanto del mundo exterior cuanto se recogía en sus pensamientos. La atención minuciosa con que alineaba en la mesa su secante, su pluma, su tintero, sin saber dónde se compran los sellos y se echan las cartas, reflejaba lo que había en su personalidad moral de pureza y de nitidez, de la limpieza con que lograba distraerse su corazón en los reductos secretos de su espíritu.
Hija única, dueña única de la casa después de la muerte de su madre, Lucía no necesitaba, sin embargo, vigilar lo que ocurría en el hotel de la calle de las Feuillantines. Su padre bastaba, y no es que pareciese ocuparse mucho de las cosas ni de su dirección. Nada de estrépitos en su domicilio, nada de ruido. Era muy raro el señor Enrique Quoban, muy difícil de conocer a primera vista, con su psicología particular, digna de examen, aunque caracteres como el suyo se sorprenden con más frecuencia de lo que se cree.
Sus cabellos blancos, de un hermoso blanco de plata, a pesar de los cincuenta y cinco años que tenía entonces; su bigote, igualmente blanco, en el que se entremezclaban algunos hilos negros y otros de un gris tenue, bigote caído, que cubría la boca; su rostro, lleno; Sus órbitas, profundamente hundidas bajo las arcadas superciliares; su nariz, ligeramente aguileña y corta; su frente, despejada, y su buena estatura, así como la tranquila dulzura de todos los rasgos, hacían del señor Quoban uno de esos hombres a los que hay que adjudicar cierto prestigio autoritario. Lo poseía, en efecto. Lo llevaba en la palabra, en el gesto, en su actitud. Una frase de él pesaba en cualquier deliberación; un consejo salido de sus labios era escuchado respetuosamente. Imponía su autoridad en la manera de hablar y hasta en la de respirar. Inclinaba un poco la cabeza, reflexivamente, y dejaba caer sus palabras a medida que las iba dictando la meditación. Su voz era agradable al oído, y diríase que el señor Quoban se escuchaba al emitirla. Estaba reputado de imparcial y juicioso, y todos acataban sus sentencias. Ese desinterés se avaloraba aún con el aire desprendido que ponía al hablar, aire del que busca la verdad por ella misma. Además, nunca decidía según su rencor o sus prejuicios.
Todo eso no lo habría reconocido el señor Quoban, y lo hubiera negado, por razones de sistema más que de hipocresía. Ese sistema era, en verdad, como el fin, como el corolario de todos los gustos, de todas las tendencias de su temperamento, de todas las inclinaciones de su espíritu. En todas las cuestiones rechazaba el estruendo, la demostración externa, las manifestaciones ruidosas, el aparato y la retórica, no sólo en la palabra, sino en el gesto, y rehuía el colorido. Se contentaba con su potencialidad interior, porque poseía uno de los temperamentos más tenaces y mejor templados. La fuerza que se mostraba, que se aplaudía, que se pregonaba, iba a convertirse, según él, en debilidad. Le molestaba y le exasperaba. Hubiera sido como una falta de respeto, como una inconveniencia consigo mismo. Todo en él convergía hacia una virtud sintética, que era su ideal: la moderación.
Gozaba, efectivamente, fama de hombre moderado. Y no podía tolerar, en los otros, lo que tuviera apariencias de exageración, aunque incurriese en ella al querer castigar el defecto.
No se hallaba, sin embargo, recluido en un horizonte limitado, sin puntos de comparación, a consecuencia de no haber tocado ni removido las ideas y las cosas. Había visto y viajado mucho. Pertenecía a esa clase de franceses que, sin dejar de serlo, tienen abiertas de par en par sus ventanas ante la perspectiva universal. Su propio matrimonio lo probaba. Por otra parte, una de sus hermanas, muerta hacía unos años, se casó con un conde austríaco, y él seguía relacionándose con su cuñado. Espíritu cultivado, entusiasta por el arte, el señor Quoban realizaba viajes frecuentes a alguna capital para admirar alguna obra notable o enriquecer su colección. En su manera de coleccionar se notaba también la orientación de su carácter y, hasta cierto punto, la variedad uniforme de sus preferencias. No coleccionaba cuadros. Poseía algunos, pero buscaba precisamente en ellos el color clásico, correcto y como extinguido, que supiera mantenerse en los términos justos. Dentro de los tonos sombríos, tal vez hubiera aceptado alguna audacia del pincel. La escultura le gustaba por encima de todo. Había aprendido, leyendo a Lessing, que el Laocoonte era admirable por su vigor y por el orden, el ritmo y la calma de sus movimientos. La acción inmóvil del mármol era considerada por él como modelo de la energía segura y tranquila. Había hecho construir, en los dos lados de la casa, ante el jardín amado por Lucía, dos pabellones para alojar sus tesoros. La disposición de su espíritu le había hecho dedicar amplio espacio a las medallas de relieve vigoroso y delicado, a las miniaturas cuyo diseño borroso revelaba la firmeza del trazo en proporción con su misma tenuidad y, si cabe decirlo, de su palidez. En suma, después de verlo todo, se había encerrado deliberadamente en sus gustos primeros.
Este cariño a la moderación, a la obscuridad, al disimulo inconsciente, había llevado al señor Quoban a fijar su residencia en el barrio de las Feuillantines. Como se recordará, el extremo, límite, para los habitantes de la orilla derecha en aquel tiempo, era la calle de Jacob, donde algunos aficionados iban a escoger muebles curiosos. El mundo de artistas, pintores y escultores, que frecuentaba el señor Quoban seguía aún en el barrio de Breda, evocando la época en que la vía de la Chaussée-d'Antin era la vía central y elegante de París. La avenida de Villiers no estaba hecha, apenas llegaba la gente al bulevar Montparnasse, y las calles de Gay-Lussac y de Soufflot no permitían aún que circulase el aire por la vieja barriada. El señor Quoban, enemigo de las apariencias, pues sin ser escultor ni pintor no quería mezclarse con los escultores y los pintores, se había retirado allí, y gracias a ese alejamiento, ocultándose, para decirlo mejor, pudo satisfacer el anhelo de edificar dos pabellones simétricos con arreglo a un plano traído en uno de sus viajes a Inglaterra. Y la vecindad de la Sorbona daba además a aquel aficionado erudito no se sabe qué sello de respetabilidad.
Allí vivía, servido por un solo criado, en compañía de su hija, la blanca niña de los claros de luna. ¡Pero la luna, en aquellos juegos de luz y de sombra que encantaban a Lucía, no destapaba los tejados, encubridores de la agitación de la vida, y se limitaba a iluminar las cimas de los árboles! La joven, distraída con su ilusión, no veía más que el cielo y su claridad. Ignoraba totalmente las profundas simas del corazón de los hombres.