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Por su espíritu travieso, el indio es capaz de prender fuego a todo el bastión y si las llamas se propagan en una dirección inesperada el campamento debe levantarse enseguida y los expedicionarios buscar refugio en la embarcación. Todos pueden alabar su suerte si logran alcanzar sin pérdidas otro campamento, mientras las columnas de fuego siguen alzándose por encima del bosque. Si no se le ocurren tales bromas, el nativo enciende el fuego cerca de la orilla para atraer en pocos segundos una cantidad de grandes peces que atrapará con su lanza. Otros salen a acechar a las tortugas que bajan todas las noches a la playa para enterrar sus huevos, La onza también persigue la misma. presa y por esta razón el indio jamás se aparta solo y sin armas del vivac. En casi todas las islas donde se desembarca se consiguen provisiones para la continuación del vivac pues los anfibios capturados son atados sobre la balsa y si se les prodiga sombra y agua sobreviven algún tiempo. Tan pronto concluye la cena obtenida en el lugar con tan poco esfuerzo, los indios se van al río a chapotear y una vez arrimado otro tronco para alimentar el vivac, todos se extienden en hilera bajo los toldos negros que parecen otros tantos ataúdes sobre la arena blanca. La respiración tranquila señala que nuestros acompañantes se han sumido en el profundo sueño, típico de su raza, pero huidizo en el europeo más excitable, en medio de tanta grandeza y magnificencia. Hay en ellas un algo indescriptible que incita a la meditación. Las olas se rompen suavemente en la playa y ningún murmullo interrumpe la solemnidad de la noche. En medio del sepulcral silencio se puede percibir el crujido del insecto al caminar por el suelo y el chapoteo de algún pez al saltar en el agua en la distante mitad del río. En el ciclo también reina calina absoluta, pues ninguna nube viajera oculta las eternas trayectorias de las estrellas que se están extinguiendo en silencio. De pronto, se oye el rumor de las aguas a la distancia como si las olas se superpusieran, y a medida que se percibe más cercano ese murmullo maravilloso, se advierte, en efecto, un movimiento extraño en el centro de las aguas iluminadas por la luna, pero al rato cesa el movimiento y el rumor se apaga por completo, aguas abajo. Los indios que han despertado susurran temerosos. Creen que el misterioso fenómeno es causado por un gigantesco anfibio. Nadie lo ha visto aún, pero ningún explorador, conocedor de la naturaleza en estos territorios, dejaría de considerar probable su existencia. A medianoche, se la primera interrupción de esa paz en la selva. De repente se oyen las voces de distintos animales que anuncian la llora, al decir de los indios. A partir de ese instante se repite el clamor a intervalos bastante regulares y se hace más frecuente a medida que se acerca la mañana. Sólo se acalla poco antes de la salida del sol y se restituye entonces la calma general, imperante comienzo de la noche. Por momentos, el mundo animal parece caer presa de una inquietud provocada por una causa desconocida. Prorrompe entonces en una gritería a la que se unen miles de voces, pero que se atempera durante ciertos períodos, sin llegar a restablecerse del todo la tranquilidad habitual hasta el sol derrama sobre los bosques sus abrasadores y temidos rayos. |
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Remontando el Marañón
de Eduard Poeppig
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