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Entretanto, llega el mediodía. Aun para las criaturas del trópico, el sol resulta demasiado intenso y todo ser viviente se apresura a buscar las sombras profundas y, muchos animales, en particular las aves, se entregan al sueño. Vuelve a hacerse un silencio general. Ninguna nube surca el firmamento, las hojas de los arboles centellean bajo los rayos verticales, pero en la proximidad del suelo reina sagrada lobreguez, donde a lo sumo revolotea una mariposa o un colibrí. Si allí, donde el río corre en línea recta, sin islas en su curso, el horizonte no siempre se ve nítido en las horas de la mañana, a mediodía desaparece casi por completo. Los rayos del sol se refractan de una manera tan especial que por momentos se produce un espejismo y las largas hileras de palmeras aparecen invertidas. En otras ocasiones sólo se percibe una que otra copa, envuelta en la niebla de la lejanía, separada del espejo del majestuoso río por una capa reverberante de aire muy caldeado. Los peces y las aves acuáticas han desaparecido también. Sólo en las desembocaduras de los afluentes, donde se han formado grandes bancos de fango, yacen en gran cantidad los monstruosos cocodrilos que toman sus baños de sol. Cuando el sol se acerca al ocaso, vuelve a repetirse una escena similar a la de las primeras horas del día. En efecto, los habitantes de la selva vuelven a acercarse por segunda vez a la mesa que una mano generosa siempre mantiene bien servida. A veces, al estallar la tormenta con indescriptible rapidez, esta idílica paz es interrumpida con violencia. El aullido de los micos y de los monos nocturnos, los estridentes chillidos de las gaviotas y la angustia general de los animales, anuncian los temores antes de que llegue. De las copas de los árboles parten murmullos fantasmagóricos cuando no hay aún ninguna corriente de aire, y como una voz vagabunda, un sordo zumbido antecede en las regiones más altas a los negros nubarrones que avanzan. El viejo bosque cruje bajo la huracanada tempestad, todo queda envuelto en nocturnal oscuridad y mientras el relámpago y el trueno se suceden sin pausa bajo la torrencial e impenetrable cortina de lluvia, las aguas del río se hinchan como un mar a una altura amenazadora. Ahora bien, aun cuando la naturaleza parece mostrar su enojo, sólo dura poco tiempo. Las nubes se deshacen y como una tierra mejor a la que ascenderán algún día las almas en libre vuelo, liberadas de sus ataduras terrenales, resplandece el cielo del atardecer sereno y promisorio hasta que la noche se cierne mansamente sobre el río y la selva.

Durante la mayor parte del día y también de la noche, cuando no parecían amenazar peligros particulares, nuestra balsa seguía deslizándose por el Marañón con la velocidad de sus aguas que en la época seca supera las cuatro millas inglesas. Sólo bajábamos a tierra de vez en cuando para satisfacer el deseo general de echar un sueñito sin ninguna preocupación y ello cuando descubríamos una playa de arena bastante amplia. Con las debidas precauciones amarrábamos la embarcación y levantábamos el alegre campamento en medio de la selva. De ordinario, se elige para tal fin una isla, ya que la mayor distancia de la selva asegura contra el ataque de las fieras, y las costas, a menudo anegadas, desprovistas de vegetación, son limpias, frescas y permiten una vasta visión de los alrededores. El indio no necesita ir muy lejos en procura de leña, pues en la parte más alta del terreno siempre queda algún enorme tronco de árbol que arrastró la corriente. Quizá más tarde reanude su viaje reflotado por otra crecida y, aunque nacido al pie de los Andes, puede estar destinado a recalar en las tristes regiones del polo Norte arrastrado por las corrientes marinas y ser una bendición pita los esquimales.

 
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Remontando el Marañón de Eduard Poeppig   Remontando el Marañón
de Eduard Poeppig

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