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Bandadas infinitas de verdes papagayos de todas las clases, inclusive el lorito, no mayor en su tamaño que el gorrión, que se distingue por su cabecita dorada y resulta una grata compañía para el hombre cuando se lo captura Joven, se abaten sobre los árboles cargados de frutos. La caída de las cápsulas y de las bayas sobre las duras hojas de las heliconias de la orilla, produce un rumor semejante a una granizada. junto al tronco blanco de una palmera misma se divisa una cola de brillantes plumas celestes que delata al arará amarillo, ocupado en ensanchar con su poderoso pico el interior de un agujero abierto por el carpintero para hacerse un nido. La decorativa e incómoda cola de varios metros de longitud, se asoma por el agujero mientras empolla. Por su parte, los carpinteros llenan el bosque con el golpeteo de sus picos sobre la madera, pues sólo la variedad amarilla prefiere quebrar sin esfuerzo, ni ruido los nidos de los termitas y de este modo se impregna de un olor penetrante que se conserva aún por muchos años en las piezas embalsamadas. Por momentos, resuena en la profundidad de la selva, allí donde una gran agrupación de palmeras hace presumir la existencia de tierras pantanosas, un rumor comparable al acelerado avance de una tropa al galope. Lo producen las grandes piaras de pécaris que pisotean el suelo quizá para ahuyentar a los insectos o a los gusanos antes de empezar a hurgar la tierra con sus trompas. Pero se necesita proceder con cautela para sorprenderlos, pues no siempre huyen del cazador, y los machos viejos llegan a obligar a la temible onza a treparse en palmeras terriblemente erizadas de púas.

 
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Remontando el Marañón de Eduard Poeppig   Remontando el Marañón
de Eduard Poeppig

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