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No los mueve a volar siquiera la proximidad de una canoa o de un campamento a los que en horas más tardías se acercan con repudiable osadía e intención de rapiña. A veces, aparece en la orilla alguna cigüeña colosal o toyuyo, como sumida en plácida meditación. Seguras de la abundancia de las presas, aún bastante después de la salida del sol, también ellas toman posiciones preferenciales. En particular, es magnífica la vista de las tupidas copas de un profundo y oscuro verde contra el cual se destacan las bandadas de garzas blancas en reposo, semejando otros tantos cirios festivos. Las criaturas de los órdenes inferiores comparten asimismo su añoranza por el calor del sol. Los peces nadan en la superficie tan tranquilos y despreocupados que el indio vigilante puede capturarlos fácilmente con la lanza arrojadiza o la flecha, o bien se deslizan raudos en grandes cardúmenes mientras los pesados saltos de los delfines hacen recordar allí, a gran distancia del Océano, las escenas de su mutua persecución o de su vida alegre que tanto solaz brindan a los viajeros inexpertos en otras latitudes más benignas e interrumpen gratamente la monótona uniformidad. Todavía se ciernen sobre el paisaje franjas de niebla bajas y tenues, no la hostil y sombría cubierta del norte donde se desarrollan las tempestades, sino más bien comparables al velo transparente que cubre un cuadro costoso; retroceden y se diluyen en la corriente de aire que sigue la dirección de los ríos y sopla suavemente en su superficie en las horas tardías de la mañana, cuando no lo desplaza un viento fuerte de regiones más altas. La radiación del joven sol se torna más cálida y el aroma balsámico de incontables troncos resinosos y flores, anuncia que también el mundo vegetal ha sido invadido por una vitalidad acrecentada. Más tarde, ese aroma se disipará bajo la influencia del calor de mediodía. Y llega el momento en que los numerosos habitantes de la espesura desarrollarán toda su actividad, pues son los dueños inalienables del vasto reino, donde el hombre no ha sentado aún morada fija. Infinidad de patos se deslizan sobre las olas llanas, tan poco familiarizados con la persecución del cazador que éste puede reinar entre ellos sin provocar su alarma y su huida; nubes de gaviotas de cabezas negras a la pesca como en las costas del mar. Aparecen también los animales más grandes: los venados se aventuran hasta la ribera, el movimiento de las ramas delata la migración de una manada de monos, ora de los más grandes a los que sólo asusta la onza, ora de los pequeños sagoin, los cuales rodeados de voraces aves de rapiña y constantemente amedrentados por ellas sólo se pueden poner a salvo gracias a su extraordinaria rapidez. A partir de ese instante reina en el teatro de la Naturaleza una actividad febril, acompañada de las más variadas voces y sonidos, que la alegría, el miedo o la costumbre arranca a los numerosos participantes del magno drama. Sólo el indio es capaz de reconocer voces aisladas en ese coro múltiple, en el cual muy rara vez se mezcla la voz del ser humano. Suelen pasar muchos días antes de que se perciba el son áspero de las trompetas de madera, aun cuando se lo oye desde muy lejos anunciando la proximidad de otro grupo de viajeros, y del mismo modo que un inexperto otea en vano el horizonte en el mar para descubrir una embarcación que el viejo lobo de mar ha reconocido ya, en este río también puede pasar desapercibida la pequeña canoa tripulada por indios cobrizos, que bajo las ramas que sombrean la orilla rozando casi las aguas, remonta lentamente la tranquila corriente. En tierra, se oyen otros sonidos que producen los animales al hacer sus diarios cometidos. |
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Remontando el Marañón
de Eduard Poeppig
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