Después de su unión con el Ucayalí, el río adquiere un aspecto realmente majestuoso, y aun cuando la uniformidad del paisaje durante la travesía de varios centenares de millas acaba por fatigar la vista, el interés intelectual se acrecienta tanto más cuando se reconoce en la pluralidad de los fenómenos físicos una sola escala permanente: la de lo prodigioso. Un ancho río que pronto se divide en numerosos brazos y fluye entre islas arenosas, pero pobladas de altas selvas, o bien extendida en una cuenca sin afluentes, parecida a un lago; una orla verde oscura de bosques sobre un suelo plano y entrelazada por millares de plantas trepadoras que semeja a la distancia un gigantesco cerco tendido por la mano del hombre, son los únicos elementos del paisaje. Ciertamente, en las orillas no se levanta ninguna ciudad industrial. Sólo después de uno o dos días de viaje se llega a una aldea miserable, cuyas chozas de junco, habitadas por individuos semisalvajes, dejan de distinguirse a poco de alejarse uno del lugar. Sobre el todo se tiende un cielo sin nubes y los rayos del sol tropical se derraman sobre una naturaleza de infinita riqueza.
En todas partes la fuerza de la vida se manifiesta con tanta intensidad que el viajero, lejos de sentir el tedio del viaje, continúa el camino con creciente interés y cada mañana saluda con renovado gozo a la selva que descansa, sumida en sagrado silencio.
A esa hora el aire es fresco y, del techo de hojas de la casa flotante gotea el rocío de la noche, como si acabara de caer un fuerte aguacero. Rara vez se nota en la temprana mañana siquiera una leve brisa, pues la regularidad de los vientos del este no están grande en las regiones elevadas como lo es en las provincias situadas cerca de su desembocadura. Las aguas fluyen tranquilas como un espejo y su velocidad a menudo sólo se advierte por la acelerada marcha de la embarcación o el sordo rumor que hace al llegar a una de las grandes defensas naturales en islas semisumergidas o anegadas.
En las regiones tropicales, la salida del sol llama a la vida aun gran número, de animales, pero éstos no inician su actividad general sino mucho después de haber aparecido el astro bienhechor. En su mayoría, los habitantes de la selva están tan ateridos que en lugar de abandonar sus madrigueras en tropel o bien en forma aislada para ir en busca de SU sustento, se exponen Primeramente a los rayos solares durante cierto tiempo para comenzar luego sus ocupaciones, reconfortados por el creciente calor y energías aplicadas. Las grandes familias de monos ascienden hasta las copas más altas donde no son blancos fáciles de las flechas del indio o el plomo de los europeos.
Los monos aulladores adoptan las posturas más cómodas para tornar el sol matutino y lo saludan con las voces más duras de la polifónica orquesta de la jauría. Solamente el observador que se embelesa ante estas edificantes escenas de la naturaleza puede interpretarlas en esos momentos como ofrendas de gratitud que cada una de las criaturas vivas ofrece al espíritu del universo en la medida de las fuerzas que le han sido conferidas.
A esa hora, la mayoría de los animales escapa de las partes bajas de la selva, pues los arboles tropicales con sus típicas frondas chatas y extendidas a lo ancho forman pantallas tupidas y no dejan penetrar el sol hasta la tierra rezumante de agua donde reina siempre una frescura solo grata en las horas mediodía.
Por esta razón hasta los pájaros buscan por la mañana las aireadas copas, aun cuando su sustento se encuentra en la tierra, entre los arbustos bajos o en las islas de arena. Los paujís aletean torpes de rama en rama, incapaces de llegar a la altura deseada en un solo vuelo. En las ramas blanqueadas, sin hojas de un gigantesco tronco fulminado por un rayo o secado por el ataque de los insectos, bandadas de buitres negros duermen compañía, inmóviles, con las alas extendidas para secarlas al sol y de pronto, sin cambiar de posición, se lentamente hacia el otro lado.