Se partía, pero ninguno era
sabedor de un cierto retorno. Las comunicaciones eran prácticamente nulas. Una
que otra emisora radial de lejanas ciudades, se dejaba oír durante ciertas horas
del día o de la noche, siendo este, el único medio que las personas disponían
para comunicarse y poder enviar o recibir algún mensaje o noticia de familiares
o amigos.
"Que te mandaron saludos desde
Upata".
"Por la radio dijeron que se
murió Efraín Marcano".
"Mandaron a decir la gente que
se fueron el mes pasado no han llegado".
"Que la policía encontró dos
cuerpos sin cabeza flotando en el Caroni".
"Que salió el perro en el
sorteo de anoche".
"Que María Soledad, la puta
brasileña, apareció muerta en su rancho con dos puñaladas en el
pecho".
Estos mensajes, oídos por la
radio, corrían de boca en boca, entre los habitantes, durante todo el día. Era
algo importante en sus vidas y se le consideraba santa palabra. Se daba por
cierto, lo que la lejana voz decía.
A temprana hora por la mañana,
casi al amanecer, y luego al caer la tarde, todo el que poseía un radio
trasmisor sencillo o un transmundial, a baterías, sintonizaba las emisoras que
los conectaban a un distante mundo.
Único modo de enterarse, si el
grupo que partió a vender sus piedras o el oro, había llegado sano y
salvo.
Si
trascurridas un par de semanas, no se tenían noticias, ya las
preocupaciones, el miedo se cernía
sobre los habitantes: la muerte, quien sabe de que forma, de seguro los
alcanzó.
Cosa muy distinta ocurría,
cuando las noticias eran buenas: La gente no tuvo problemas durante el viaje,
logrando colocar su mercadería a buen precio. El regocijo invadía los hogares de
familiares y amigos.
Ahora el retorno lo harían por
otra vía más fácil, segura, en donde podían transportar pertrechos, alimentos,
obsequios a los hijos, que ansiosos les esperaban.
Claro está, muchos de ellos,
después de vender las piedras se dedicaban a la borrachera, siendo presa
corriente de las prostitutas, truhanes, ladrones, que los despojaban de toda su
riqueza y hasta podían matarlos o herirlos de gravedad.
Otros,
llegaban a sus hogares enfermos de gonorrea, chancro negro y otras plagas
contagiosas, de muy difícil control por las autoridades sanitarias,
propiciándose la proliferación de la enfermedad por contagio.
Si la cantidad obtenida era
sustanciosa y el vendedor persona de juicio, depositaba el dinero en un banco o
casa comercial, enviando luego por su familia, con la intención de sacarlos de
tan apartados rincones salvajes para comenzar una nueva vida en pueblos más
civilizados.
No faltaba quien, tomándole
afecto a la tierra, al paísaje, a los atardeceres a la orilla del gran río, a
los caudalosos afluentes, a los indios, al calor que solo en Guayana se
experimenta, regresaban al poblado con ánimos de mejorar sus viviendas,
emprender cualquier negocio, dedicarse a la cría, la agricultura o proseguir en
la mina, quizá ahora dotado de mejores recursos y equipos para su
explotación.
Pero era el viaje, el
peligroso recorrido a pie, sin lugares seguros de cobijo o resguardo, lo que
determinaba el destino de estos mineros.
Aparte de las amenazas de los
humanos, estaban los peligros propios de la selva, del monte cerrado, de los
ríos crecidos, de ciénagas engañosas, de serpientes en extremo venenosas que
colgadas de sus colas pendían como bejucos para guindárseles del cuello al
primer ser que se moviera, tigres, leopardos, tarántulas, alacranes, cerdos
salvajes y demás fieras, que siempre suponían una grave amenaza, un constante
peligro.
Venia luego el hambre, enemigo
silencioso pero igual de mortal. Equivocarse del camino, perderse en la selva
con las provisiones agotadas, era una dura experiencia que muy pocos lograban
contar.
Por muchos animales que haya,
que pueblan la selva, ninguno es fácil de cazar o atrapar, ni siquiera los
peces.
Sólo quienes han estado
extraviados por varios días en una espesa selva, donde los rayos de sol no
llegan al suelo, dar un paso supone grandes esfuerzos, las lianas y ramas crecen
en cuestión de horas, cerrándote el paso, rasgando el cuerpo, como queriendo
atrapar al aventurero, saben las penurias que esto
supone.
Pasar una sola noche en un
bosque tropical, perdido, sin alimento, conduce inexorablemente a la
desesperación, a la locura. La oscuridad es total, el ser humano no logra
distinguir nada a un metro de distancia. Pero si logra oír ruidos, chillidos,
soplidos que le rodean, llenándolo de espanto, impidiéndole conciliar el sueño,
agotando sus fuerzas.