Claro que cuando me hablaban, todo era distinto. No era yo. Toda esa
cosmovisión que tan claro podía discernir en mi interior, se iba al diablo
frente al más mínimo diálogo con otro.
Respondía con monosílabos, con gestos, sabia que en realidad lo único que
producía era alejamiento, aunque en realidad no sé si eso era lo que intentaba
aunque no lo quisiera reconocer.
-Buen día, Ariel -saludó el canillita, mientras me alcanzó el diario-,
¿pesado el día no?
-¡Pse! -Presentía que mi respuesta había sido, por lo menos
mísera.
-Se viene el piquete, ¿vio?
-¿Dónde?
-¿No se enteró? ¡Ja! ¿Qué clase de periodista es? Parece que los
muchachos vienen por el sur, se acercan al río y se instalan en el puente. Ahí
se van a quedar hasta que les den "bolilla".
-¡Qué bárbaro!
Qué insulsa mi acotación, ya lo sé. Como pensaba antes, que por eso se
alejaba de mí la gente, porque lo que decía no alentaba a ningún dialogo. Si
convivir era una cadena, yo seria el candidato ideal para romperla. Al llegar a
mí, o bien sucedería algo extraordinario o por el contrario, se cortaría y
finalmente, la nada.
Claro que yo seguía sin entender, por qué hay ciertas cadenas que se
convierten en fuertes, con tan poca materia. Gente que construye conversaciones
y análisis con tan poco para decir.
Ahí se quedo sosteniendo una charla muy animada, mientras yo me aleje con
sus noticias de papel. A tal punto concentrados, que no sé si sabían lo que
estaban diciendo sus interlocutores.
Al empujar la puerta del bar, me envolvió un vaho espeso y húmedo, el que
se acumula en un lugar con mucha gente, un día de calor en Buenos
Aires.