Le envuelven por los flancos y la espalda espesos cajigales y
castañeras, que hacia la parte de Cumbrales se desvanecen en la faja de arbustos
ya descrita. Al este, mengua la meseta declina suavemente; y cargado de
caseríos, huertos y solares se agazapa y desaparece en el llano de la vega, la
cual continúa en rápida curva hacia el noroeste, con su barrera de montañas
bajas y redondas desde oriente a norte. Entre las barriadas de Cumbrales, liosas
abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, bracas, turbas y
junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río, que, corriendo
de poniente a levante los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo,
mientras se bebe en un solo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro
lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre
ellos y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos, en alegre
anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y
risueño, las montañas que vuelven a crecer y cierran la vasta circunferencia al
oeste, donde se alzan, en último término, gigantes de granito coronados de nieve
eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo.
A la parte de allá de la sierra que domina y asombra a
Rinconeda, está la villa, de la cual se surten los pueblos que vemos de lo que
no sacan del propio terruño. Enfrente, es decir, a este otro lado y allende las
montañas, está la ciudad. Hay más de seis leguas entre ésta y la villa. Por
último, detrás de esa gran muralla del norte se estrella el Cantábrico, camino
de la desdicha para la mitad de la juventud de esos pueblos, tocada de la manía
del oro, que se imagina a montones al otro lado de los mares.