Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casto y
como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina,
parecíase mucho a ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje.
Alzábase majestuoso en la falda de una suavísima ladea al
mediodía, y servíale de cortejo espesa legión de sus congéneres, enanos y
contrahechos, que se extendían por uno y otro lado, como cenefa de la falda,
asomando sus jorobas mal vestida y sus miembros sarmentosos entre marañas de
escajos y zarza mora.
Más fino lo gastaba el gigante, pues asentaba los pies en verde
y florido césped, y aun los refrescaba en el caudal, siempre abundante y
cristalino, de una fuente que a su sombra nací y que el ingenio campesino había
encajonado en tres grandes latas, dejando abierto el lado opuesto al que formaba
la natura inclinación del terreno, para que saliera el agua sobrante y entraran
los cacharros a llenarse de la que necesitaban.
Al otro lado del tronco, no más distante de él que la fuente
habíase cavado ancho y cómodo peldaño, capaz de seis personas que la fertilidad
natural del suelo revistió bien pronto de verde y mullido tapiz. Desde aquel
asiento, lo mismo que desde la fuente, podía la vista recrearse en la
contemplación de un hermoso panorama, pues, como si de propio intento fuese
hecho la faja de arbustos se interrumpía en aquel sitio, es decir, en frente de
la cajiga, de la fuente y del asiento, un gran espacio. En primer término, una
extensa vega de praderas y maizales surcada de regatos y senderos; aquéllos
arrastrándose escondidos por las húmedas hondonadas; éstos buscando siempre lo
firme en los secos altonazos. Por límite de la vega, de este a este, una ancha
zona de oteros y sierras calvas; más allá, altos y silvosos montes con grandes
manchas verdes y sombrías barrancas; después montañas azuladas, y todavía más
lejos, y allá arriba, picos y dientes plomizos recortando el fondo diáfano del
horizonte.