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Se concretaba a cumplir con su deber, y si en la imponente
peregrinación de 1911 se distinguió entre los camilleros de Lourdes, fue sólo,
acaso, por agradar a la señora de la Verdeliére, que gusta de los hombres
robustos. El reverendo padre Patouille, amigo de la familia y profundo conocedor
de las almas, lamentaba que Mauricio aspirase al martirio con tanta moderación,
le amaba perezoso, le daba tironcitos de oreja y le reprochaba su apatía. Pero
si bien su fervor no era mucho, Mauricio no dejaba de ser creyente. Entre los
extravíos juveniles, conservó su fe intacta, porque no le había preocupado;
nunca la sometió a examen; tampoco tuvo curiosidad por conocer a fondo las ideas
morales que dominaban en la sociedad a que pertenecía, y las admitió como cosa
corriente. Así, pudo suponer que obraba en todas las ocasiones de un modo
perfectamente honrado, de esto no le fuera posible si se parase a discurrir
acerca del fundamento de las costumbres. Era irritable, colérico; tenía
arraigado el sentimiento del honor y le profesaba un verdadero culto; no era
ambicioso ni vano; como la mayoría de los franceses, tampoco era derrochador;
por su gusto nunca daba dinero a las mujeres si ellas no le, obligaban; creía
despreciarlas y las adoraba. Como la sensualidad era instintiva en él, no pudo
medir ese impulso de su naturaleza; pero nadie le suponía (y hasta él mismo lo
ignoraba por completo, aun cuando no fuese difícil advertirla en el brillo que
algunas veces humedecía sus hermosos ojos pardos) una marcada predisposición a
la ternura y a la intimidad; sin embargo, en las relaciones comunes de la vida
era bastante vulgarote. |
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La rebelión de los ángeles
de Anatole France
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