A los veinticinco años Mauricio profesaba las doctrinas del
Eclesiastés. Seguro de que el hombre no saca ningún provecho de los trabajos de
este mundo evitaba todo genero de molestias. Desde su más tierna infancia, este
hijo de familia, hizo todo lo posible para no estudiar, y se mostró refractario
a las enseñanzas de la Escuela de Derecho, donde obtuvo, a pesar de todo, el
título de doctor.
Ni defendía pleitos ni tomaba parte alguna en las actuaciones;
no sabía nada ni quería saber nada; nunca se rebeló contra la simpática
limitación de su inteligencia, y su afortunado instinto le indujo a mantenerse
dentro de sus cortos alcances en vez de aspirar a una ilusoria comprensión.
Mauricio había recibido del Cielo, según opinaba el reverendo
padre Patouille, los beneficios de una educación católica. Desde su infancia la
devoción se le ofrecía en ejemplos domésticos, y cuando al salir del colegio se
matriculó en la Escuela de Derecho, tuvo la fortuna de ver en su propia casa la
ciencia de los doctores, las virtudes de los confesores, la constancia de las
mujeres fuertes. Admitido en la vida social y política durante la terrible
persecución de la Iglesia en rancia, Mauricio no faltó a ninguna manifestación
de la juventud católica; intervino en la construcción de las barricadas de su
parroquia para oponerse a los inventarios, y figuró entre los que desengancharon
los caballos del coche del arzobispo arrojado de su palacio; pero no era de los
que se entusiasmaban mucho; nunca se le vio en las primeras filas de aquel grupo
heroico, no exaltó a los soldados para que se declarasen en gloriosa rebeldía,
ni arrojó sobre los agentes del Fisco inmundicias e insultos.