Mientras en el amplio salón verde se agrupaban los jefes más
ilustres del partido católico: prelados, generales, senadores, diputados,
periodistas; mientras todas aquellas almas se sometían a Roma con obediencia
humilde; mientras el señor D'Esparvieu, de codos sobre el mármol de la chimenea,
combatía el derecho civil con el derecho canónico y protestaba elocuentemente
contra el despojo sufrido por la Iglesia en Francia, dos rostros antiguos,
mudos, inmóviles, contemplaban la moderna asamblea. A la derecha del hogar y
pintado por David, el de Román Bussart, labrador de Esparvreu, con aspecto rudo
y artero, algo socarrón; y no le faltaban motivos para reír en aquellas
circunstancias, porque había cimentado la fortuna de la familia con la compra de
bienes de la Iglesia; y a la izquierda, pintado por Gerard, en traje de gala,
cubierto de condecoraciones, el hijo del labrador, barón Emilio Bussart
D'Esparvieu, prefecto del Imperio y después canciller de Carlos X, que al morir
en 1837 era mayordomo de su parroquia y en su agonía recitaba los versitos de La
doncells, de Voltaire.
Renato D'Esparvieu se había casado en 1888 con María Antonieta
Coupelle, hija del barón Coupelle, dueño de una metalúrgica en Blainville (alto
Loira); dicha señora presidía la Asociación de Madres Cristianas desde 1903, y
este matrimonio modelo casó a su hija mayor en 1908 y conservaba a su lado una
hija y dos hijos.
El menor, León, de seis años, tenía su alcoba entre la de su
madre y la de su hermana Berta. Mauricio, el mayor, se alojaba en un
pabelloncito compuesto de dos habitaciones, en el fondo del jardín y gozaba allí
de una libertad que le hacía soportable la vida de familia. Era un muchacho
bastante guapo, elegante sin afectación manifiesta, y sus labios sabían sonreír
amablemente.