TESTIGO
A veces, en el transcurso de la semana, ella siente el perfume de él
impregnado en su cuerpo.
Cuando recibe el sí por teléfono, ese sí tan esperado, corre las cuatro
cuadras que la separan del departamento donde él vive. Cuatro cuadras que
atraviesa más rápido de lo que puede para no perder ni un solo segundo.
Él la recibe con un beso. En la boca. Húmedo, dulce, suave. Mientras
suben en el ascensor se miran fijamente a los ojos, sin pronunciar palabra.
Están en la cocina como escenario prestado por un rato.
Azulejos, detergente, fósforos y ollas. Y la pava para el mate que comparten
todos los fines de semana desde hace tres meses.
Es tan fuerte lo que a ella le sucede, que no lo puede creer ni explicar, ni
siquiera por sí misma. Porque cuando a uno le sucede algo bueno o malo, no lo
puede creer y necesita que algo lo constate, lo corrobore, lo atestigüe.
Entonces, de repente, aparece la imagen.
Esa imagen que a ella le sirve para darse cuenta de que es verdad: mientras
le acaricia la espalda a él y es correspondida de la misma manera, se reflejan
ambos sobre la superficie espejada de la pava.
Y ella se tranquiliza.
Suspira aliviada, aunque al mismo tiempo, la envergadura de lo que le sucede,
le acelera los latidos del corazón.
Porque por primera vez puede constatar que esto está aconteciendo: una
ventana abierta a la libertad, una puerta abierta a la vida, poros abiertos
hacia un posible amor.
En ese refugio verdadero, noble, leal, se recrean, descansan los amantes.
Queda la pava de aluminio en un costado de la cocina, como único, fiel,
testigo silencioso.
2002