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LIBRO PRIMERO

ELEGIA 1

Pequeño libro, irás, sin que te lo prohiba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado, y viste en tu infelicidad el traje que te imponen los tiempos. Que el jacinto no te hermosee con su tinte de púrpura: tal color es impropio de los duelos; que tu título no se trace con bermellón, ni el aceite de cedro brille en tus hojas, ni los extremos de marfil se destaquen de la negra página. Luzcan estos primores en los libros venturosos; tú debes recordar mi adversa fortuna. Que la frágil piedra pómez no pula tu doble frente, para que aparezcas erizado con los pelos dispersos. No te avergüences de los borrones; el que los vea, notará que los han producido mis lágrimas. Marcha, libro mío; saluda de mi parte aquellos gratos lugares, y al menos los visitaré del único modo que se me permite.

Si entre la turba hay quien se acuerda de mi, y pregunta acaso en qué me ocupo, dile que vivo, mas no afirmes que estoy sano y salvo; pues gozo la existencia gracias al beneficio de un Dios. Entrega con prudencia tus páginas a la curiosidad indiscreta, y no hables más de lo necesario. Al punto que te vea el lector, recordará mi crimen, y la voz general me declarará enemigo del bien público. No salgas a mi defensa, aunque las acusaciones me despedacen; una causa mala se empeora si la defienden. Tal vez encuentres alguno que se lastime de mi destierro, y no lea tus versos sin humedecer sus mejillas, y temeroso de que le sorprenda cualquier malvado, haga mudos votos por que la clemencia de César me imponga castigo de menos rigor. Quienquiera que sea, yo a la vez ruego mil prosperidades para el que pretende aplacar a los dioses en pro de un desvalido. Ojalá consiga lo que impetra, y calmada la cólera del Príncipe, se me permita morir en el seno de la patria. Aun cumpliendo fiel mis órdenes, tal vez, libro mío, seas criticado y puesto por debajo de la reputación que se labró mi ingenio. Es deber del juez pesar tanto las circunstancias del hecho como el hecho mismo; si así fueres juzgado, no temas los peligros. Los cantos son partos de un ánimo sereno, y súbitas desgracias ennegrecen mis días; los cantos reclaman el sosiego y la soledad del escritor, y yo soy juguete del mar, los vientos y las sombrías tempestades. El vate necesita hallarse libre de temores, y mi perdición me representa una espada que amenaza a todas horas clavárseme en el pecho. Un crítico benévolo admirará mi labor actual, y leerá con indulgencia mis versos desmayados.

Pon en mi lugar a Homero asediado de infortunios, y su ingenio sobresaliente caerá abatido por tantos males. En fin, libro mío, corre sin que te preocupe la fama, y no te sonrojes si desagradas al lector. La fortuna no se nos muestra tan propicia que hagamos caso de la gloria. En mis prósperos tiempos amaba la celebridad y me afanaba con ardor por conquistar alto renombre; hoy hago bastante si no aborrezco la poesía para mí tan funesta, porque mi destierro lo debo a los frutos de mi ingenio. No obstante, ya que te es lícito, ve en mi lugar y contempla a Roma. Así permitiesen los dioses que yo me convirtiera en mi libro.

Mas no porque te presentes como extranjero en la gran ciudad vayas a creer que pasarás inadvertido del público; te delatará tu sombrío color, bien que no lleves título y quieras disimular que me perteneces; sin embargo, penetra a la callada, no sea que te perjudiquen mis anteriores poemas, que hoy no gozan como en otros días la plenitud del favor. Si tropiezas alguno que por haberte yo compuesto renuncia a leerte y te arroja con displicencia, dile que se fije en el título, que no eres el maestro del Amor, obra que ya pagó la merecida pena. Tal vez quieras saber sí te mando subir la colina donde se abre el palacio que habita César. Perdonadme, augustos lugares y dioses que presidís en ellos: de vuestra altura descendió el rayo sobre mi cabeza; reconozco la clemencia de los númenes que habitan tales mansiones, pero temo la cólera que me ha castigado. Al menor ruido de alas se asusta la paloma herida por las uñas del gavilán, y la oveja arrancada a la boca de hambriento lobo no se atreve a apartarse lejos del redil. Si resucitara Faetón huiría del cielo, y se negaría a regir los corceles que pretendió su arrogancia. Yo mismo, lo reconozco, temo las armas de Jove que experimenté en mi daño, y cuando truena me creo amenazado por un rayo vengador. El piloto de la escuadra de Argos que escapó a los escollos de Cafarea, aparta siempre su nave de los bordes de la Eubea, y mi barca, ya una vez maltrecha por horrorosa tempestad, rehuye la visita de los sitios en que estuvo a pique de naufragar. Así, pues, libro mío, encógete con cierta timidez, y que te baste ser leído entre gentes de modesta condición. Icaro, por haberse lanzado con alas poco firmes a las regiones aéreas, dio su nombre al mar Icario.

Difícil me es aconsejarte si debes valerte de los remos o las velas; consulta en esto el lugar y la ocasión. Si puedes introducirte cuando se halle desocupado; si ves todas las circunstancias favorables; si la cólera agotó ya su violencia; si algún protector, viéndote perplejo y temeroso, te presenta y habla cuatro palabras en tu abono, pasa adelante, y ojalá, más dichoso que tu dueño, llegues allá en buena hora y ayudes al alivio de sus males; pues nadie sino el que causó las heridas puede, como Aquiles, aplicarles el remedio. Mas cuida no me perjudiques queriendo favorecerme; en mi alma alienta menos la esperanza que el temor. Evita atizar de nuevo la cólera que reposaba; no seas la ocasión de un segundo castigo. Cuando vuelvas a penetrar en el santuario de mis estudios y ocupes la caja redonda que destino a tu residencia, contemplarás allí puestos en orden a tus hermanos, producto de mis constantes vigilias. Todos llevarán ostensiblemente sus títulos respectivos y publicarán sus nombres con todas las letras; tres verás que se ocultan aparte en un rincón obscuro y enseñan lo que nadie ignora: El Arte de amar. Huye su contacto y condénalos con los dictados de Edipo o Telegón. Te aconsejo que, por respeto a tu padre, no ames a ninguno de estos tres libros, despreciando sus lecciones. Hallarás también quince volúmenes de Metamorfosis, poesías que escaparon a mis funerales; diles que el semblante de mi varia fortuna podría añadir una nueva transformación a las ya celebradas; pues de súbito tomó aspecto tan diferente del anterior, que hoy arranca lágrimas el que ayer rebosaba de alborozo. Tenía, si quieres saberlo, otras muchas cosas que encomendarte; pero temo haber dado motivo al retraso de tu viaje, y si hubieses de llevar contigo, libro mío, cuanto se me ocurre, llegarías a convertirte en un fardo de difícil transporte. Apresura los pasos, el camino es largo; yo habitaré el último confín del orbe, tierra bien apartada de aquella en que nací.

 
 
 
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