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-Sí; eso era lo que usted quería decir, y no me disgusta convengamos en que usted tendrá la libertad de revelar todo lo que se refiere a nuestra apuesta, si su conciencia se lo ordena. Más vale, para mí, estar preparado para eso. Pero usted no me ha preguntado cuál es el segundo riesgo de ser descubierto. ¿Podría usted adivinarlo?

-No, a no ser que se refiera usted, como ya ha insinuado, a su propia confesión

-No, pero en realidad eso es un tercer riesgo. La cuestión es muy sencilla. ¿Se ha fijado usted en que desde aquí podamos oír roncar a un hombre?

-No.

-Escuche usted un momento. ¿No oye usted? No es exactamente un ronquido, sino más bien una respiración tranquila. Pues bien, ese hombre está en el tercer departamento, contando desde el nuestro. ¿Comprende usted lo que deseo demostrarle?

-Debo confesar que nunca, seré un buen detective.

-¡Cómo, querido! Si nosotros podemos oír los ronquidos de ese individuo, ¿por qué no podría alguien escuchar nuestra conversación desde el departamento de al lado?

Mr. Barnes se sintió positivamente lleno de admiración por la refinada previsión de aquel hombre.

-¡Oh! No lo creo. Todo el mundo está durmiendo.

-El criminal cuenta, por necesidad, con esa clase de circunstancias favorables: yo, sin contar con ellas, no las desdeñaré. Existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que alguien que está en el número 10 nos haya oído; hasta es posible que ese alguien sea un detective, y lo que sería peor, que fuera el mismo Mr. Barnes quien nos estuviese, oyendo.

-Pues bien; confieso que si usted se prepara contra tantas eventualidades, bien merece escapar a la policía.

-Eso mismo es lo que me propongo. Pero no se trata de una casualidad tan grande corno usted se imagina. En uno de los diarios de esta tarde he leído que Mr. Barnes se había quedado todo el día en Boston para dejar bien guardado a su preso, pero que a la noche saldría para Nueva York. Es evidente que los diarios pueden haberse equivocado, y también pueden haber dado un dato inexacto al decir «esta noche»; pero, suponiendo cierta la información, Barnes ha podido tomar tres trenes: uno a las siete, otro a las once, y este. ¡Uno en tres no es una casualidad muy grande!

-Pero, aunque está en el tren, este se compone de diez coches.

-Usted se equivoca otra vez. Después de haber trabajado tanto en el asunto Pettingill, Barnes tiene que estar cansado y ha debido tomar cama. Ahora, usted se acordará que no me decidí a partir esta noche para Nueva York sino en el último instante. Entonces hemos visto que no podíamos encontrar un departamento para nosotros, y ya íbamos a decidirnos a dormir los dos juntos en una cama baja, cuando, ante la insistencia de varias personas, agregaron un coche al tren. Ahí tiene usted por qué Mr. Barnes debe estar en este coche, a menos que no haya tomado su cama durante el día.

-¿Tenía usted alguna razón especial para referirse al número 10?

-Sí; el número 6 está desocupado, y en el momento en que el tren partía alguien entró y me parece que tomó la cama alta del número 10.

Mr. Barnes comenzó a pensar que, si ese hombre cometía verdaderamente un crimen, le sería difícil sorprenderlo, a pesar de todo lo que sabía de sus proyectos.

La conversación continuó:

-Así, pues, ya ve usted que mi plan puede ser descubierto de dos maneras, lo que es demasiado si no me cuido. Pero, calculando como calculo desde antes esas posibilidades, no tropezará con ninguna dificultad, y el hecho de conocer mis intenciones no tendrá el menor valor para cualquier detective que sea, sin exceptuar a míster Barnes.

-¿Cómo es eso?

-Joven amigo ¿se imagina usted por un instante que voy a contestar a esa pregunta después de haber supuesto que un detective pueda estar escuchándonos? Con todo, voy a dar a usted una idea: quiero hacerle ver a que me referí cuando dije que Pettingill había incurrido en faltas. Usted dice que Pettingill no dejó más rastro que un botón, y le parece que ha sido mucha, habilidad la de Mr. Barnes al perseguirle por el solo medio de ese botón. Pero un botón puede ser una cosa de la mayor importancia. Si a mí se me cayera, en el momento de cometer un crimen, uno de los botones de mis puños, Mr. Barnes estaría sobre mi rastro en menos de diez días, porque mis botones son los únicos de su especie en el mundo.

-¿Cómo es posible semejante cosa? Yo creía que los botones se fabricaban por millones.

-No todos los botones. Por razones que no tengo necesidad de decir al detective que tal vez nos escucha, un amigo mío, que viajaba en el extranjero, mandó hacer ese juego expresamente para mí y me lo regaló. Son unos camafeos magníficos: la mitad representa el perfil de Julieta y la otra mitad el de Romeo.

-¿Una novela?

-Eso no viene al caso. Suponga usted que yo forme el plan de un robo para ganar la apuesta. Como no tendría que obedecer a la necesidad en cuanto al tiempo y al lugar, escogería, una ocasión en que el tesoro estuviera guardado por una sola persona. Cloroformaría a esa persona y la ataría, y después me apresuraría a cometer el robo, premeditado.

Suponga usted que en el momento en que voy a alejarme, un perro que estuviera dormido y con el cual no hubiese contado, se levante y ladre furiosamente. Yo voy a empuñarlo, pero él me acomete y me muerde la mano. Yo lo tomo del pescuezo y lo estrangulo; pero en sus convulsiones, el perro muerde mi saco y un botón cae al suelo y rueda. Por fin, el perro queda reducido a silencio. En ese momento un ladrón ordinario se sentiría tan intranquilo, que huiría deprisa, sin reflexionar siquiera en que había sido mordido, que la sangre había corrido y que un botón había rodado por el suelo. Mr. Barnes llega a la casa al día siguiente. La señora sospecha de su cochero y Mr. Barnes consiente en arrestarlo, no porque lo cree culpable, sino porque, como la señora lo cree, cabe en lo posible que lo sea, y además y principalmente, porque su arresto apaciguará los temores del verdadero culpable. Mr. Barnes notaría la sangre en el suelo y en la boca del perro, y encontraría el botón. Gracias a ese botón, llegaría después a encontrar al señor ladrón con su mano mordida. Y ahí tiene, usted.

-¿Cómo haría, usted para evitar todo eso?

-Antes que todo, si yo fuese en realidad inteligente, no llevaría en ese momento botones reveladores. Pero supongamos que no me haya sido dado escoger el momento, y que tenga sobre mí los tales botones. Seguro, como lo estaría, de que en la casa no había más persona que la que yo había cloroformado y atado, no perdería la cabeza, como el otro individuo. Tampoco me dejaría morder; pero, si el accidente sobreviniera, me detendría a lavar la mancha de la sangre de la alfombra y también la boca del perro. Me habría fijado asimismo en la pérdida del botón, lo habría buscado y lo habría encontrado. Después habría desatado a la víctima, y abierto las ventanas para que el olor del cloroformo pudiera disiparse durante la noche; y de esa manera, al día siguiente, la única evidencia del crimen habría sido el perro estrangulado y la ausencia del dinero.

-Muy fácil es explicar lo que habría usted hecho en las circunstancias que supone; pero yo me pregunto si en el lugar de Pettingill habría sido usted capaz de conservar su presencia de espíritu y hallar el botón perdido que ha servido de guía para el arresto.

-Tal vez tenga usted razón, pues, encontrándome en las condiciones de Pettingill me habría visto impulsado por la necesidad como él. Sin embargo, me parece que no habría ideado un robo de esa clase, ni escogido un momento como ese; y por otra parte, no habría llevado en mi persona semejante botón. Pero en lo que se refiero a Mr Barnes, éste no ha hecho nada de artístico, como ya he dicho. El botón había sido fabricado como una moneda rara: Mr. Barnes recorrió las tiendas de curiosidades, y encontró al hombre que había vendido la moneda a Pettingill. Lo demás era cuestión de rutina.

-iEh! iUh! Usted no es modesto, y creo que no debo sentir escrúpulos para hacerle pagar mil dólares por su vanidad. Y ahora, tengo sueño; buenas noches.

-Buenas noches, amigazo. Sueñe usted con la manera de conseguir mil dólares, pues voy a ganarle la apuesta.

En cuanto a Mr. Barnes, dormir era para él en ese momento la cosa más difícil de la tierra. Se sentía atraído por ese «nuevo caso» como él mismo lo llamaba, y estaba resuelto a hacer pagar cara su audacia al individuo que osaba apostar que derrotaría su habilidad. Bastante terreno ganado llevaba ya con todo lo que había oído. Un mes había dicho el hombre: pues no lo perdería de vista durante todo ese mes; y el detective se regocijaba con la idea de dejarle cometer el crimen, y después, sin ruido, sorprenderlo con las manos en la masa. Silenciosamente, con mucho cuidado, se vistió y se deslizó afuera de la cama. Enseguida saltó a la que tenía enfrente, para dominar al número 8. Estaba decidido a velar la noche entera.

-No me sorprendería si este astuto compadre cometiera su crimen esta misma noche. Y lo deseo, pues así no tendré que estar sin dormir hasta que lo haya ejecutado.

 
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Un artista en crimen de R. Ottlenghi   Un artista en crimen
de R. Ottlenghi

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