Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería. En las tres habitaciones, parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes, veíanse dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas ... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado "postizo" femenino.
Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:
Querido John:
Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar- el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.
Presurosamente, KATY.
Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.
Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar can mantequilla favorito yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.
John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.
- John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.