En aquel preciso instante llamaron a la puerta de la habitación
que ocupaba Phileas Fogg.
El despedido James Foster apareció y dijo:
-El nuevo criado.
Un mozo de unos treinta años se dejó ver y saludó.
-¿Es usted francés y se llama John? -le preguntó Phileas
Fogg.
-Juan, si el señor no lo lleva a mal -respondió el recién
llegado-. Juan Picaporte, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural
aptitud para salir de todo apuro, Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he
tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, artista de circo, donde daba el
salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, para hacer más
útiles mis servicios, llegué a profesor de gimnasia, y por último, era sargento
de bomberos en París, y tengo en mi hoja de servicios algunos incendios
notables. Pero hace cinco años abandoné Francia, y queriendo experimentar la
vida doméstica soy ayuda de cámara en Inglaterra. Estaba sin colocación y
habiendo sabido que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario
del Reino Unido, he venido a casa del señor, esperando vivir con alguna
tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Picaporte.
-Picaporte me conviene -respondió mister Fogg-. Me ha sido
usted recomendado. Poseo buenos informes sobre su conducta. ¿Conoce mis
condiciones?
-Sí, señor.
-Bien. ¿Qué hora tiene?
-Las once y veintidós -respondió Picaporte, sacando de las
profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.
-Va usted retrasado.
-Perdóneme el señor, pero es imposible.