Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos -cosa que puede suceder
a la persona más decente del mundo-, ni parientes ni amigos -lo cual era en
verdad algo más extraño-. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville-Row,
donde nadie penetraba. Apenas se ocupaba en las interioridades de su casa. Un
solo criado le bastaba para su servicio. Almorzaba y comía en el club a horas
cronométricamente fijas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse
nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo iba a su casa
para acostarse a las doce en punto de la noche, sin hacer uso en ninguna ocasión
de los cómodos dormitorios que el Reform-Club pone a disposición de los miembros
del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa,
dedicadas al sueño o al tocador. Cuando paseaba, era invariablemente con paso
igual, por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la
galería circular coronada por una claraboya con vidrieras azules que sostenían
veinte columnas jónicas de pórfido rosa, Cuando almorzaba o comía, las cocinas,
la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que
con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves
personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran
quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo
sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su
oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo
del club -hielo traído de los lagos de América a costa de enormes desembolsos-,
conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frialdad.
Si vivir en tales condiciones es lo que se llama ser
excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad.
La casa de Saville-Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su
gran comodidad. Por lo demás, con los invariables hábitos del inquilino, el
servicio resultaba fácil. No obstante, Phileas Fogg exigía de su único criado
una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, dos de
octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster -por el enorme delito de
haberle llevado el agua para afeitarse a ochenta y cuatro grados Fahrenheit en
vez de ochenta y seis-, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre las
once y once y media de aquella mañana.
Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos
como los de los soldados en posición de firmes, las manos sobre las rodillas, el
cuerpo rígido, la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado
aparato que marcaba las horas, los minutos, los segundos, los días y los años.
Al dar las once y media, mister Fogg, según su costumbre cotidiana debía
abandonar su casa para dirigirse al Reform-Club.