Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, y nada más.
A quien se hubiese extrañado de que un caballero tan misterioso
alternase con los miembros de tan digna asociación, se le podría haber
respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring y Hermanos. De
aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados
a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.
¿Era rico Phileas Fogg? Sin duda alguna. Cómo había realizado
su fortuna, es lo que no podían decir los mejor informados, y para saberlo, el
último a quien convenía dirigirse era al propio mister Fogg. En todo caso, aun
cuando no prodigaba mucho, tampoco era avaro, porque en cualquier lugar donde
faltase auxilio para una empresa noble, útil o generosa, solía prestarlo con
sigilo y aún con el velo del anónimo.
Resumiendo: encontrar algo que fuese menos comunicativo que
este caballero, era muy difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más
misterioso cuanto silencioso era. Llevaba su vida al día; pero siempre hacía lo
mismo, de tan matemático modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más
allá.
¿Había viajado? Era probable, porque conocía el mapamundi mejor
que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera estar, del que no pareciese
tener un conocimiento especial. A veces, pero siempre en pocas, breves y claras
palabras, rectificaba las mil versiones que solían circular en el club acerca de
viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que ofrecían
mayores visos de realidad, y a menudo sus palabras parecían haberse inspirado en
una doble vista; de tal modo el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un
hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria.
Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había
salido de Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los
demás, atestiguaban que -excepción hecha del camino recorrido por él diariamente
desde su casa al club- nadie podía pretender haberlo visto en otra parte. Su
único pasatiempo era leer los periódicos y jugar al whist. Solía ganar en este
silencioso juego, tan apropiado a su natural, pero sus beneficios jamás entraban
en su bolsillo, y figuraban por una respetable suma en su presupuesto de
beneficiencia. Por lo demás -bueno es consignarlo-, mister Fogg, evidentemente
jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha
contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones
ambas que convenían mucho a su carácter.