Entre llantos de niños, olores nauseabundos y una voluminosa
vecina de asiento, transcurrió el viaje. Dormí poco, y aproveché cada ocasión
que se presentaba para bajar y fumar uno o dos cigarrillos al pie del
ómnibus.
Poco tenía la ciudad de Tucumán que pudiera ser de mi interés. La
había visitado ya en dos ocasiones previas y nada de ella valía la pena ser
visto otra vez. Así fue que, sin siquiera pensarlo dos veces, dediqué las cinco
horas de espera en la terminal, próximo destino: La Quiaca, en leer varios
capítulos de la novela Crimen y Castigo, de Dostoievski, donde la razón, la
culpa, la tentación y la miseria juegan con la mente del condenado
Raskolnikov.
Desde la Quiaca y por Bolivia el viaje cambia considerablemente.
No más asientos cómodos, no más caminos en buen estado, y los pasillos siempre
atestados de collitas sucias y olorosas que invaden el territorio destinado a
nuestros pies, delante del asiento, y que bajan a orinar donde se les da la
gana, sin ningún pudor. Pero todo eso es parte del pintoresco paisaje y de la
aventura; no me quejo.
Una breve parada de pocas horas en
Potosí me permitió visitar la Casa de la Moneda, otra vez, antes de abordar
nuevamente el ómnibus que me llevaría a Cuzco.