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 Desde la tierra del Ganges muchos ocultistas avanzados se 
dirigieron hacia el Egipto para postrarse a los pies del Maestro. De él 
obtuvieron la clave maestra, que, al par que explicaba, reconciliaba sus 
diferentes puntos de vista, estableciéndose así firmemente la Doctrina Secreta. 
De todas partes del globo vinieron discípulos y neófitos que miraban a Hermes 
como el Maestro de los Maestros, y su influencia fue tan grande que, a pesar de 
las negativas de los centenares de instructores que había en los diferentes 
países, se puede fácilmente encontrar en las enseñanzas de estos últimos las 
bases fundamentales en las que se asentaban las doctrinas herméticas. El 
estudiante de religiones comparadas puede fácilmente percibir la influencia tan 
grande que las enseñanzas herméticas han ejercido en todas las religiones, sea 
cual fuere el nombre con que se las conozca ahora, bien en las religiones 
muertas o bien en las actualmente existentes. La analogía salta a la vista, a 
pesar de los puntos aparentemente contradictorios, y las enseñanzas herméticas 
son como un conciliador de ellas. 
La obra de Hermes parece haberse dirigido en el sentido de 
sembrar la gran verdad semilla que se ha desarrollado y germinado en tantas y 
tan extrañas formas, más bien que en el de establecer una escuela de filosofía 
que dominara el pensamiento del mundo. Sin embargo, la verdad original enseñada 
por él ha sido guardada intacta, su pureza primitiva, por un reducido número de 
hombres en cada época, los cuales, rehusando gran número de aficionados y de 
estudiantes poco desarrollados, siguieron el proceder hermético y reservaron su 
conocimiento para los pocos que estaban prontos para comprenderlo y dominarlo. 
De los labios a los oídos fue transmitido este conocimiento entre esos pocos. 
Siempre han existido en cada generación y en los diversos países de la tierra 
algunos Iniciados que conservaron viva la sagrada llama de las enseñanzas 
herméticas, y que siempre han deseado emplear sus lámparas para encender las 
lámparas menores de los del mundo profano, cuando la luz de la verdad 
languidecía y anublaba por su negligencia, o cuando su pabilo ensuciaba con 
materias extrañas. Han existido siempre los pocos que cuidaron el altar de la 
verdad, sobre el cual conservaron siempre ardiendo la lámpara perpetua de la 
Sabiduría. Esos hombres dedicaron su vida a esa labor de amor que el poeta 
describiera en estas líneas: 
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