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El escritor y su esposa
En la Terminal, el ambiente estaba lleno de murmullos que se
untaban a todo como una lapa. Muchas personas deambulaban con el embobecido y
lento aire de los recién llegados. Otras, daban paseos cortos e impacientes. Y
en los rincones más oscuros, sobre cartones, dormían algunos indigentes sin
preocuparle el horario de los ómnibus, ni el embobecido y lento aire de los
recién llegados, ni el murmullo pegajoso, ni nada. El
joven manejó hasta el hotel donde el matrimonio iba a estar durante el evento
literario al que estaba invitado el escritor. Por el camino el joven trató de
ser agradable. Y dijo algo sobre Chejov y los pueblos pequeños y tristes. Pero
el escritor se sentía muy cansado. Y no dijo nada. Sin embargo, la esposa cruzó
algunas palabras. Cuando llegaron al hotel el escritor no quiso que el joven
los acompañara a la habitación. Era un hotel de mediana categoría, aunque las
paredes estaban bien pintadas y las habitaciones tenían mesitas de noche. Sólo
el escritor se quejó un poco sobre el ruido de la ciudad, que se filtraba con
bastante nitidez; a la mujer, más bien le agradó. -Fuiste frío con ese
muchacho -dijo la esposa cuando el escritor se estaba desvistiendo para darse un
baño. -No me quedó otro remedio. -Siempre no te queda otro remedio.
-Yo sé lo que digo. Son muchachos faranduleros, ¿no viste cómo habló de
Chejov? La mujer meneó la cabeza y se quedó callada. Al otro día, el
joven los fue a buscar después del desayuno y les preguntó si habían descansado
y la mujer le contestó que más o menos. Después, los condujo al salón donde se
iba a inaugurar el evento literario. Fue una ceremonia con cierto dinamismo,
pasaron cosas en tonos diferentes. Al final, los jóvenes escritores tuvieron su
oportunidad y algunos leyeron; entre ellos, el joven. Los asistentes al evento
aplaudieron mucho. Pero el joven no se veía complacido. Por el mediodía, cuando
condujo al hotel al escritor y su esposa, le dijo al escritor: -¿Usted cree
que pueda sugerirme algo para mejorar lo que leí hoy? -Sí -contestó el
escritor sin mirarlo-. Trabajo, mucho trabajo. -Eso lo sé. Me refiero a algo
preciso. Las palabras se me traban en la boca. -Déjale los trabajos
-intervino la mujer-, él te los va a revisar. El escritor la miró de una
manera dura, pero no se negó. Cuando se bajaron en el hotel, el joven les
entregó unos poemas escritos a mano, el escritor los tomó y dijo: -Yo te
aviso cuando termine. La mujer le dijo adiós al muchacho. Y, con una mezcla
de humildad e importancia porque era tomado en cuenta, este sonrió y también
dijo adiós. -Se jodió mi descanso -dijo el escritor cuando entró a la
habitación y tiró los manuscritos sobre la cama. La mujer hizo silencio. Luego
dijo: -Me acuerdo cuando empezaste a escribir. Todo te quedaba tan lindo.
-Nunca quise escribir "lindo". -Pues yo lo encontraba así. Ese muchacho
me recuerda cuando empezaste. Tú eras así. Pensabas que cualquiera tenía deseos
de ayudarte. -Perdóname, pero nunca fui tan impertinente. -Ahora ya eres
un escritor. Aquel muchacho flaco que llegaba despeinado a mi casa, se hizo un
escritor. -Hablas como si escritor y piedra fuera lo mismo. -No he dicho
eso. Sólo dije que extraño tu inocencia. Aquellos cosas donde hablabas del amor
y de mí. Extraño cuando tenía que quedarme en mi casa porque tú no podías
llevarme a salir, porque según el escritor, tenía trabajo, mucho trabajo. Al
otro día llegabas con un poema y aunque no fuera para mí yo. -Te dediqué mi
último libro -dijo el escrito, cortándole la frase a su esposa. Esta hizo
silencio. Luego dijo como para nadie: -¿A quién más puedes dedicárselos? No
tenemos a nadie. -Bah, ¿por qué no lees los poemas del muchacho y le haces
tú las sugerencias? Estoy muerto. -Claro. Dámelos. -Míralos ahí. La
mujer cogió los poemas, se acostó y empezó a leer. Inesperadamente, sin quitar
la vista de los poemas, preguntó a su esposo: -¿A qué hora dijo el joven que
venía a recogernos? Y antes que él alcanzara a contestar, tocaron a la puerta
de manera tímida.
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