Y el sacerdote, inclinando la cabeza a un lado, calló, mirando
a Levin con sus ojos dulces y bondadosos.
Levin no contestaba nada, no ya por no querer entrar en
discusiones con el sacerdote, sino porque nadie le había hecho nunca preguntas
así y pensaba que para cuando su hijo se las formulase, ya habría tenido él
tiempo de resolver lo que debía contestar.
El sacerdote continuó:
-Entra usted en un momento de su vida en el que hay que escoger
un camino y seguirlo. Rece para que Dios le ayude y le perdone en su
misericordia -concluyó-. Nuestro Señor Jesucristo te perdone en su inmensa
misericordia y amor a los hombres, hijo mío...
Y, terminada la oración absolutoria, el sacerdote le bendijo y
le despidió.
Aquel día, al volver a casa, Levin se sintió alegre viendo que
aquella situación forzada había terminado sin necesidad de mentir.
Además le quedó la vaga impresión de que lo que le dijera aquel
anciano simpático y bueno no era tan necio como al principio le había parecido,
y que en sus palabras había algo que necesitaba una aclaración.
«Naturalmente que ahora no», pensaba Levin, «pero después,
algún día...».
Sentía más que antes que su alma estaba turbia y no pura del
todo y, con respecto a la religión, se hallaba en el mismo estado que él veía en
las almas de los demás, en aquel estado que reprochaba a su amigo Sviajsky.
Pasó la velada con su novia en casa de Dolly. Levin, muy
alegre, explicando a Oblonsky el estado de excitación en que se hallaba, dijo
que estaba alborozado como un perro al que enseñan a saltar por el aro y el
cual, al comprender lo que esperan de él, ladra, mueve la cola y salta con
entusiasmo sobre las mesas y los alféizares de las
ventanas.