Al cabo de un momento, volvió la cabeza y llamó con la mano a
Levin. Los pensamientos de éste encerrados hasta aquel momento, se agitaron de
nuevo en su cerebro, pero se apresuró a alejarlos de sí, y se adelantó hacia la
gradería, mientras pensaba: «Ya se arreglará de un modo a otro».
Al poner los pies en las gradas, volvió la mirada hacia la
derecha y vio al sacerdote, un anciano de barba entrecana, de ojos bondadosos y
fatigados, que de pie ante el analoy hojeaba el misal.
Haciendo un leve saludo a Levin, el sacerdote comenzó a leer
las oraciones con vez monótona.
Al terminar, hizo un saludo hasta el suelo y, volviéndose hacia
él y mostrándole un crucifijo, le dijo:
-«Aquí está Cristo, en presencia invisible, para recibir su
confesión. ¿Cree usted en lo que nos enseña nuestra Santa Iglesia Apostólica?»
-continuó el sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando
las manos bajo la estola en ademán de orar.
-Dudaba y dudo de todo -contestó Levin, en voz que le sonó
desagradable incluso a él.
Y calló.
El sacerdote esperó unos segundos, para ver si decía todavía
algo, y, cerrando los ojos y pronunciando las oes a la manera de la provincia de
Vladimir, dijo:
-La duda es propia de la debilidad humana, pero debemos orar
para que Dios misericordioso nos ilumine. ¿Cuáles son sus principales pecados?
-añadió el sacerdote sin hacer una sola pausa, como no queriendo perder
tiempo.