Oyendo la lectura y sobre todo la repetición de las mismas
palabras, « Señor, ten misericordia ...» , que se unían en un monótono «Señor
da... Señor da ...», Levin sentía la impresión de tener su pensamiento cerrado y
sellado sin poder tocarlo ni moverlo, porque de lo contrario le parecería que
habría de ser aún mayor su confusión. Y por ello, en pie tras el diácono, sin
escucharle ni compenetrarse con sus palabras, continuaba entregado a sus
reflexiones.
«¡Es extraordinaria la expresión que tienen sus manos!», se
decía, recordando el día anterior, en que estuviera sentado con Kitty cerca de
la mesa, en un rincón del salón. Como sucedía casi siempre por aquellos días, no
tenían nada que decirse, y Kitty, poniendo la mano en la mesa, la cerraba y la
abría, y, reparando ella misma en tal movimiento, se puso a reír.
Levin recordó que le había besado la mano, fijándose en las
líneas que se unían sobre la palma, de color suavemente sonrosado.
«¡Otra vez "Señor da"!» , pensó, persignándose y mirando el
movimiento de la espalda del diácono, que se inclinaba al santiguarse.
«Luego ella me cogió la mano y dijo, examinando sus líneas:
"Tiene unas manos muy bellas"...»
Y Levin contempló su mano, luego la del diácono de cortos
dedos.
-«Sí, ahora va a terminar», se dijo. «¡Ah, no!; empieza otra
vez», rectificó, fijándose en las oraciones. «No, ya termina. Ahora marca una
genuflexión y toca el suelo con la frente. Esto señala siempre el fin.»
Una vez recibido discretamente en su mano, que ostentaba puños
de terciopelo, un billete de tres rubios, el diácono dijo que se encargaría de
inscribirle para la confesión y se alejó hacia el altar, haciendo resonar
fuertemente sus zapatos nuevos sobre el pavimento de la iglesia desierta.