-No. ¿Porqué?
-Porque sin él no puedes casarte.
-¡Caramba! -exclamó Levin-. Pues hace nueve años que no
comulgo. No había pensado en eso.
-¡Bueno estás tú! -exclamó, riendo Oblonsky-. ¡Y me acusas a mí
de nihilista! Esto no puede quedar así. Tienes que confesar y comulgar.
-¡Pero si sólo quedan cuatro días!
Esteban Arkadievich le arregló esto también. Levin comenzó a
asistir a los oficios de la iglesia.
Para Levin, que no tenía fe, sin dejar por ello de respetar las
creencias de los otros, era muy penosa la asistencia a los actos religiosos.
Pero ahora, en aquel estado de ánimo, condescendiente y sensible a todo, en el
que se encontraba, la obligación de fingir no sólo le resultaba penosa, sino
completamente imposible. Parecíale que en la cúspide de su felicidad, de su
esplendor íntimo, iba a cometer un sacrilegio.
Sentíase, pues, incapaz de cumplir ninguno de aquellos deberes.
Pero a todos sus ruegos de que le procurasen el certificado sin cumplir los
actos, Esteban Arkadievich le contestaba que era imposible.
-Por otra parte, ¿qué te cuesta? Al fin y al cabo es cuestión
de dos días. El sacerdote es un anciano muy simpático y muy inteligente. ¡Te
sacará ese diente sin que te des cuenta!
Al acudir a la primera misa, Levin procuró refrescar sus
recuerdos de juventud, renovar en él aquel fuerte sentimiento religioso que
experimentara a los dieciséis o diecisiete años. Mas ahora comprobaba que le era
imposible.