Luego de unos días los abuelos anunciaban que debían marcharse.
Era muy triste la despedida y todos lagrimeábamos bastante, salvo papá y el
abuelo que no podían disimular un cierto alivio. A los chicos nos quedaba la
promesa de que pronto volverían.
Un día, por aquella época, llegó una carta. Ñata, voluntariosa
como siempre, la recibió y se la llevó a mamá que estaba lavando ropa. No puedo
olvidar que mamá se secó las manos, complacida, en el delantal; buscó un lugar
donde sentarse y con una sonrisa abrió la carta. A medida que sus ojos avanzaban
en la lectura su rostro fue ensombreciéndose hasta que, con un grito terrible
que aún me parece escuchar, clamó por Juan y rompió a llorar desesperadamente.
Mi hermano voló hacia ella; asustadas Ñata y yo nos acercamos
corriendo en el momento en que Juan y mamá se abrazaban llorando. Ñata sin saber
qué hacer retorcía, sonriendo aterrada, sus manos temblorosas.
Yo me llegué hasta ellos para acompañarlos a llorar, tan
compungida estaba, pero mamá me separó diciendo que me fuera, que el muerto no
era mi padre.
Las cosas cambiaron mucho en casa por esos días. Cuando volvió
papá se enojó mucho y carajió a todo y a todos. Mamá estaba como ausente y esa
idea me quedó de ella para siempre ya que, poco tiempo después, me dieron para
que me criara a una prima de papá que no tenía hijos, y no volví a verla hasta
diecisiete años después, cuando, sin aviso ni invitación, se apareció en mi
fiesta de casamiento.
Pero esa es otra historia que si querés te contaré más
adelante.