La hora de la comida era especial, nos sentábamos los chicos
juntos a comer antes, mamá nos servía la comida con una sonrisa contagiosa y una
canción, ella siempre estaba cantando; su alegría se pegaba en nosotros y nos
divertía aunque no hubiera más que un plato de sopa.
Después venía el fondo, con el aljibe en el centro de un
pequeño patio, un horno de barro apoyado sobre la pared de la derecha, la más
cercana a la cocina y el baño. Más atrás estaba la huerta en la que se plantaban
especies y verduras de estación; hasta había un limonero, un mandarino y una
higuera. Bien en el fondo, como correspondía, estaba el gallinero.
De aquellos primeros recuerdos viene a mi memoria un día
especial; tendría yo alrededor de cuatro años y alguien había venido a visitar a
mamá trayendo de regalo pan del día. Mis hermanos y yo estábamos desesperados
por probarlo pues nos habían dicho que era riquísimo.
Juan, que tendría unos nueve años, saludó y se sentó muy
formalito a esperar que le convidaran un trozo. Ñata, de seis años más o menos,
para variar, no creo que supiera bien lo que pasaba; siempre andaba detrás de
Juan queriendo lo que él quería, riendo de sus bromas y bebiendo sus palabras.
Así que hizo lo de siempre: lo mismo que él; copiando su formalidad pero con esa
sonrisa propia, franca e ingenua que la acompañó toda su vida.
Han pasado más de ochenta años y aún recuerdo con toda claridad
el sabor de ese primer bocado de pan en mi boca.
Por ese entonces papá trabajaba como jornalero en el campo, eso
cuando había en qué ocuparse, y a cambio le pagaban con alguna bolsa de galleta
y yerba, que era lo que generalmente comíamos, más un plato de sopa con algunas
verduras de nuestra huerta y, de vez en cuando, un guisito.
Cuando nos visitaban los abuelos, muy raramente ya que vivían
en otra provincia, era distinto; traían comidas raras y regalos y nos
divertíamos mucho. El abuelo era maestro pastelero y nos contaba que cocinaba
unas cosas riquísimas, pero nunca lo hacía en casa.
La abuela era gorda, muy gorda y de escaso cabello blanco
peinado hacia atrás y rematado en un pequeño rodete en la nuca, como todas las
abuelas de entonces. Recuerdo que el abuelo nos entretenía, o quizá se
entretenía él mismo con nosotros, ya que mamá y su madre casi se olvidaban de
todo cuando estaban juntas. Solíamos encontrarlas conversando animadamente desde
muy temprano, compartiendo tareas, riéndose y cantando zarzuelas que conocían de
memoria. Por las tardes venían vecinas de visita para saludar a los abuelos y
eran invitadas con mate. En realidad eran reuniones de mujeres donde el abuelo,
salvo mera formalidad, era dejado de lado y, ahora que lo pienso me parece
recordar que papá nunca participaba.