Uno de los dos dormitorios que daban al patio era el de mis
padres, el primero entrando de la calle. Mamá nos tenía prohibido entrar allí,
recuerdo claramente un ambiente de penumbra agradable y la excitación que nos
envolvía cuando a escondidas planeábamos y ejecutábamos una incursión secreta a
esa habitación. La puerta era de dos hojas con vidrios y una coqueta cortina de
hilo bordada a cada lado. La cama matrimonial, que apoyaba su respaldo en la
pared del frente, estaba cubierta con una hermosísima colcha que mamá había
tejido al crochet.
En la pared, centrado sobre la cama, había un crucifijo de
madera, estaba cruzado con un ramito de olivo que mamá traía de la iglesia el
domingo de ramos y quedaba allí hasta el año siguiente en que lo cambiaba por
otro. El ropero, en el que varias veces me escondí de mis hermanos jugando a las
escondidas, guardaba la poca ropa que mamá tenía, la ropa de cama y una caja de
sombreros en la que se acumulaban recuerdos; también estaban el poncho nuevo de
papá y su sombrero de domingo. No me viene a la mente ahora más que el suave
aroma de lavanda que se escapaba del ropero y se hacía uno con el ambiente único
de esta habitación.
A cada lado de la cama había una pequeña mesita de luz sobre la
que mamá colocaba siempre flores frescas junto a su rosario y un candelabro con
una vela. Recuerdo haber sentido siempre el contraste de esta habitación con el
resto de la casa; mamá era en general muy limpia y ordenada pero éste era el
único lugar en el que parecía no faltar nada.
En la otra habitación, ubicada entre la de mis padres y la
cocina, dormíamos mis hermanos y yo. Allí había sólo la cuna de la bebé que era
mecedora, tres camitas que se arreglaban muy temprano a la mañana y así debían
quedar hasta la noche, y una virgencita de mirada dulcísima a la que mamá
rodeaba siempre de flores. En general los niños podíamos movernos con bastante
libertad, salvo por el asunto ese de no entrar a los dormitorios durante el día,
que creo era una manía española que mi abuela materna había contagiado a mi
madre.
Luego de atravesar el patio se llegaba a la cocina. Era una
habitación con una gran ventana sin cortinas, que daba al fondo. En el centro
había una mesa de madera y algunas sillas viejas y rejuntadas; en un rincón, en
el suelo bajo la ventana, estaba el brasero de carbón, prendido desde muy
temprano calentando siempre una pava o un caldero. En otro rincón, otra mesa más
vieja y pequeña, sostenía los escasos utensilios de cocina, la bolsa con galleta
y algún que otro paquete de almacén. Debajo de esta mesa había un tacho con
carbón y leña para alimentar el fuego. Todo este espacio envuelto en el aroma
tibio del caldo cocinándose desde la media mañana; todo muy limpio, todo muy
ordenado, todo muy alegre.