Las excepciones a la regla son raras al punto que no las
olvido, tal el comentario de Bernardo Verbitsky a mi primer libro, donde el
crítico se arriesgaba ante un escritor, entonces desconocido y con un destino
incierto, afirmando que "escribe con la seriedad del que piensa claro" y me
ubicaba en la buena tradición del "Ingenieros mejor". Ya en otra etapa de mi
vida intelectual, rescato el estudio de Patricio Lóizaga en el Diccionario de
pensadores contemporáneos.
Por otra parte cierta opinión que pasa por anticonformista y
contracultural me acusa de ser un ex rebelde, ahora neutralizado,
institucionalizado, asimilado al sistema; a ésta le respondo que si bajo las
dictaduras soporté la censura y el exilio interior, con la democracia
-cualquiera haya sido el signo político gobernante- no he tenido ningún trato
privilegiado, ni cargo público ni distinción ni honores oficiales, ni canonjías
ni sinecuras, ni prebendas ni frecuentes viajes pagos por Cancillería tan
comunes en los escritores, ni soy invitado permanente a Congresos
internacionales ni a Encuentros ni a Simposios. También aquí las excepciones son
tan pocas que se pueden recordar, la presentación de El asedio a la
modernidad, en Madrid, se debió exclusivamente a la iniciativa personal de
alguien, no casualmente ajeno a la corporación académica, Antonio Carrizo,
entonces agregado cultural de la embajada argentina en España.
Tampoco hice una carrera académica, no tengo cátedras en la
universidad estatal, en la que ni siquiera he sido convocado nunca a dar una
conferencia, aunque mis libros figuran en la bibliografía de varias materias.
Esta marginación se debe también en parte a mi alejamiento de los paradigmas del
mundo cultural y universitario dominados por el estructuralismo y el
posestructuralismo.
En contraste, y durante los años de la dictadura militar, formé
grupos de estudio por los que desfilaron cientos de jóvenes estudiantes
desilusionados de la enseñanza oficial, integrando el extenso movimiento
-consecuencia de la censura y la persecución ideológica- que se llamó
"universidad de las sombras". Mi ausencia de prejuicios académicos me permitió,
por otra parte, dar cursos para los públicos más insólitos e intervenir en los
medios masivos, aprovechando las escasas oportunidades que nos brindan
considerando que, cuando se tiene una concepción democrática de la escritura
como comunicación, se debe tratar de llegar a audiencias más amplias sin rebajar
ni deformar el mensaje. Esta actitud, por supuesto, fue impugnada por otros
intelectuales que no titubean, en cambio, en participar en los organismos del
establishment, en tanto éstos sean de elite.