Inmediatamente, tras su monólogo interior expresó en voz alta:
-Qué mujer
más fea. Dios, da susto mirarla.
Siguió
contemplando paredes y cuadros de la estancia. Un sudor frío recorrió todo su
cuerpo cuando volvió su mirada y vio el cuadro que había criticado minutos antes
vuelto del revés. El joven no lo pensó dos veces y salió del lugar corriendo.
Dejó la puerta entreabierta y atravesó el pequeño jardín hasta la verja de
salida. Un vecino bastante anciano, lo miró y dijo con ironía:
-Qué, da
un poco de miedo la primera vez, ¿no?
Raúl no se
volvió siquiera a mirarlo y siguió calle abajo oyendo de fondo la risa del
anciano, que no parecía afectado por los horrores de aquel lugar.
Aquella
noche el muchacho no pudo dormir. Tenía miedo de
quedarse incluso solo en su apartamento por temor a lo que pudiera suceder.
Cualquier ruido le parecía sospechoso. Y al cerrar los ojos venía a su mente la
imagen de la mujer del cuadro.
A los
pocos días, cuando ya Raúl se había convencido de que quizá el estrés del
trabajo y la cercanía de los exámenes lo habían llevado a imaginar cosas
imposibles, su jefe le comunicó que esa misma tarde una familia iba a ver la
casa.
-Confío en
ti, Raúl -dijo el empresario con un toque de presión.
Sólo pudo
contestar con una leve sonrisa muy forzada.
Por la
tarde, un matrimonio que rondaba los cuarenta años se acercó a la Agencia
Inmobiliaria. Raúl acompañó a la pareja hasta la casa de la calle Niña, y trató
de hacer gala de las maravillas de la vivienda, llevando a cabo un inventario
sin precedentes de todas las ventajas de vivir en ella. No obstante, el tono de
nerviosismo lo delataba por momentos.
Al entrar,
como llovido del cielo, un balón de fútbol aterrizó en el jardín.
-Estos niños, no tienen cuidado -dijo el agente
inmobiliario.