Allí estaba la caverna del cruel Kokorikorikó.
Sigilosamente dejó su montura,
se ubicó en un lugar donde pudiese disparar,
sin ser visto por el monstruo de las cinco cabezas.
Estaba a mil metros de distancia,
Pero la cabeza de can del monstruo
podía
sentirlo a una distancia más lejana aún.
El príncipe de los elfos lo sabía,
por eso había impregnado su cuerpo
con la esencia de las flores salvajes
que crecían en los jardines de las ninfas del cielo.
Un aroma que solo ellas podían sentir.
El can no podía detectar al príncipe de los elfos,
ni las otras cabezas podían verlo.
La armadura y la coraza
habían sido un regalo de los enanos,
sabios forjadores,
conocedores de antiguas fórmulas mágicas.