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Difícilmente se encontrará a alguien con menos ideas en la
cabeza que los que no son otra cosa que autores o lectores. Mejor no ser capaz
de leer ni escribir que ser sólo capaz de eso. Un ocioso al que se ve de
ordinario con un libro en la mano, podemos casi estar seguros de que no tiene ni
la capacidad ni el deseo de enterarse de lo que ocurre en torno suyo o en sus
adentros. Podría decirse de él que lleva su entendimiento en el
bolsillo o lo dejó en casa, en los estantes de su biblioteca. Teme
aventurarse en un razonamiento cualquiera, sea del orden que sea, o arriesgar
una observación que no le fue sugerirla mecá-nicamente al pasar
sus ojos por un texto impreso; rehuye el esfuerzo del pensamiento que, por falta
de práctica, ha llegado a resultarle intolerable; y se da por muy
contento con una tediosa e interminable sucesión de palabras e
imágenes a medio formar, que llenan el vacío del espíritu,
y se van borrando unas a otras. El saber es, en muchos casos, sólo un
amortiguador del sentido común; sustitutivo de la verdadera
sabiduría. Los libros son a menudo, más que "anteojos"
para mirar la naturaleza, anteojeras para preservar de su luz intensa y su
paisaje cambiante los ojos débiles y el temperamento indolente. El
polilla de biblioteca se envuelve en su tela de generalidades verbales, y ve
sólo las sombras fluctuantes proyectadas por el espíritu de los
demás. La realidad le desconcierta. |
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De la ignorancia de los doctos
de William Hazlitt
ediciones elaleph.com
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