El joven se aseguró que sus dos compañeros dormían, y después, apoyando su cuerpo sobre su codo, se incorporó un poco y miró a los demás viajeros agrupados ante la hoguera, prestando oído a lo que decían.
Escuchó con avidez, con todos sus sentidos, con toda su alma. Toda su inteligencia, toda su fuerza, toda su vida se hallaban concentradas en sus ojos que poco a poco fueron iluminándose como las ventanas de un palacio abandonado durante mucho tiempo. Hubiérase dicho que aspiraba cada palabra, que la bebía, y que al llegar a sus oídos y pasar a su cerebro provocaba la aceleración de la sangre en sus arterias hubiérase dicho uno de esos muertos pálidos y helados que la electricidad hace revivir con un poder de expresión superior a las fuerzas vulgares de la vida.
Poco a poco se había ido acercando, arrastrándose por el suelo, sin sentir su humedad ni los guijarros cortantes que lastimaban sus rodillas y manos.
En el grupo de la hoguera se narraba entonces el más horrendo de los crímenes de Ricardo III, aquel, sin duda que provocó el rayo: el cobarde asesinato de dos príncipes sobrinos suyos en la Torre de Londres.
El narrador hablaba ciegamente de la hermosura de aquellos dos niños, su inocencia, su amistad, sus juegos; pintó luego el horror de la escena del crimen cuando los asesinos invadieron el calabozo y cosieron a puñaladas los tiernos cuerpos de aquellos infantes; los gritos horribles de las víctimas y sus ayes de agonía ahogados por sus verdugos.
De repente el joven que se había puesto de pie, lívido, desfigurado, con los ojos fuera de las órbitas, agitó los brazos en el vacío, dio un grito espantoso que fue a repercutir en las montañas cual eco lastimero, y cayó sin conocimiento en medio del grupo, pronunciando palabras vagas que no comprendían los viajeros asustados.
Todos se precipitaron a socorrerlo.