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En una tarde de junio, allá por los últimos años del siglo XV, bajaba una caravana de viajeros, caballos mulas y carros, por un desfiladero de los Alpes, atravesando uno de los difíciles pasos que conducen al valle del Ródano.

Este camino prolongábase entre dos grandes barrancos graníticos e iba abriéndose hermosamente ante la vista de los peregrinos, cuando de repente un enorme alud vino a interrumpir la marcha y a cerrar el paso. Semejante a una trampa colosal que se abre repentinamente, la masa blanca y helada detuvo a la caravana con su estruendo primero y luego con sus residuos.

Había allí unos veinte hombres de diferentes países, formando tres grupos. Al pie de la montaña en cuyo punto se habían encontrado, los viajeros resolvieron asociarse y caminar unidos al objeto de combatir con mayor éxito en aquellos tiempos de prueba, contra los lobos, los precipicios, los bandidos y lo imprevisto.

Al ver el infranqueable obstáculo, toda la caravana estalló en lamentos. ¡Tan cerca del término y verse detenidos! Ya habían divisado el horizonte azul, los meandros dorados del valle; ya se alcanzaba a ver el humo de las chozas o la posada hospitalaria, y el maldito alud venía a colocarlos en situación angustiosa y a detenerlos bruscamente.

Mientras los viajeros más exaltados agotaban su vocabulario de blasfemias, los más prudentes celebraron consejo; una voz propuso volver atrás y llegar al punto de partida de la última jornada. Otro viajero apuntó que era inútil rehacer tan penosa etapa de ocho horas en medio de las tinieblas con la perspectiva de tener que reanudar el camino otra vez, y el regreso fue rechazado unánimemente.

Los más jóvenes propusieron que se pasara la noche sobre el terreno, y se aprovechó las últimas claridades del día para trepar a los breñales y cortar algunas ramas resinosas de pino y arrancar matas de agavanzos alpestres.

Muy pronto la provisión de combustible fue hecha, y después de haber reconocido los más atrevidos la imposibilidad de hallar un sendero de salida para proseguir la caminata, cada uno se improvisó una cama con liquen y musgo, eligió su rincón al abrigo de los salientes de las rocas o su lugar cerca de la hoguera.

Circularon botas de vino, a las que casi todos hicieron honor, y mientras tanto los jefes de los grupos ordenaban desenganchar las bestias de tiro y desensillar las caballerías, bajo la protección de dos centinelas armados de ballestas y de afilados machetes, que vigilaban el lado accesible del camino a fin de poner a cubierto la caravana de una sorpresa a media noche.

A los que se ven obligados a soportar los fastidios de una detención inoportuna, sólo se les presentan dos medios de matar el tiempo: el sueño o la conversación. Algunos dormilones se eclipsaron.

La mayor parte, alumbrándose con los resplandores de la hoguera y calentándose con sus llamas, que exhalaban aromas balsámicos, empezaron a hablar, primero con cierta desconfianza y de asuntos triviales, luego, arrastrados por el interés de la curiosidad, se llegó a poner sobre el tapete asuntos de actualidad.

¡De qué tiempos y de qué asuntos hablaron! El tema de su conversación fue ese terrible siglo XV, que semejante a un sol que se levanta en medio de la púrpura había comenzado con las matanzas de Tamerlán y de los Husitas; que había visto en París los degüellos de los Armagnacs; en Francia a Juana de Arco; en Alemania los primeros ensayos de Gutemberg; en Oriente la caída de Constantinopla; por todas partes ríos de sangre y de ideas; la artillería y la imprenta, nuevas armas de los pueblos; después la lucha de Luis XI y de Carlos el Temerario, cadalsos, horcas, campos de batalla; luego los encuentros sangrientos de Granson, de Morat, de Nancy, y el cadáver del duque de Borgoña hallado por una, lavandera en una laguna helada; más tarde en Italia, los Borgia, Alejandro VI rescatando su tiara al rey de Francia y entregando al infeliz Zizimo; Carlos VIII, que conquista la Bretaña y el Milanesado para volverlos a perder; en fin, en Inglaterra, las vicisitudes de York y de Lancaster; el temible Ricardo III, el degüello sucesivo de toda una familia real, la usurpación de Enrique VII, tanto tiempo proscrito y fugitivo; tales eran los temas de conversación que el siglo xv expirante legaba a los viajeros; y causa extrañeza, en verdad, que hombres de tanta acción perdieran minutos en charlar.

Mientras la conversación se iba caldeando, según el genio o nacionalidad de los que en ella tomaban parte, un pequeño grupo de peregrinos se había retirado al amparo de una, roca, bajo una bóveda natural de la que pendían largos rododendros, cítisos en flor y otras plantas alpinas.

Eran tres: el uno hombre maduro ya, canoso y vestido miserablemente como los judíos pobres de Alemania, perseguidos aún en aquella época; el otro era un mocetón vigoroso, ancho de espaldas y con el tipo de un soldado licenciado; era el perro guardián de los otros dos; en fin, el último vacía en el suelo envuelto en su capa, descansando en una cama de hojas secas improvisada por sus dos compañeros.

Estos creyeron que dormía y se echaron a un lado para, descansar también. La conversación ante la hoguera había dado ya pie a los más variados relatos. Los suizos (dos de éstos figuraban en la caravana) gustaban de recordarlas hazañas de sus guerreros; ellos mismos hablan peleado en Morat, y describían con mucho calor los encuentros más encarnizados. Un francés narraba la entrada de Carlos VIII en Roma y la noble y altiva actitud del vencedor que cabalgaba con la visera calada y la lanza sobre el muslo. Un mercader de lana que volvía del país de Gales, tuvo más éxito que todos esos narradores. Refirió también batallas y, describió el campo sangriento de Bosworth, donde el rey Ricardo III perdió la vida y su corona.

Con terrible espanto había visto la llanura empapada de sangre humeante; contaba con un lenguaje pintoresco, mezcla de expresiones flamencas y francesas, la sombría figura del tirano, su joroba, su brazo de esqueleto, tan mortífero en un combate como su pensamiento en un consejo; y a cada rasgo que esbozaba del asesino coronado, el auditorio se estremecía, las preguntas menudeaban, y más de uno de los oyentes, en su terror supersticioso, removía con el pie los encendidos leños de la hoguera, para activar la llama y ahuyentar las tinieblas en las cuales podía deslizarse una sombra rechazada por los mismos condenados del infierno.

Mientras el mercader hablaba del reinado de Ricardo III, aun palpitante de recuerdos, y cada cual añadía una anécdota, esto es, un crimen de aquel soberano, el resplandor de la hoguera fue a iluminar la roca bajo cuya cavidad descansaban los tres viajeros a que antes hemos aludido. En el mismo instante, si la atención de todos no hubiese estado embargada por el interés de la conversación, habrían visto que una de las mantas de aquellos se levantaba lentamente y aparecía la cabeza pálida, y blonda de un joven destacándose entre la aureola que formaban en torno de su rostro los resplandores de la hoguera. Era su rostro suave e inteligente; sus ojos azules reflejaban languidez; una boca circunspecta más por el estudio que por la naturaleza daba cierta severidad a su fisonomía, cuyos rasgos más salientes acusaban el hombre de raza del Norte.

En aquella cara de diez y siete años leíase un sufrimiento prematuro, y su frente llevaba el sello de la tristeza.

 
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