Un teniente retirado de la Sureté me reveló una
historia enmarañada y sutil, El intruso, que vio originariamente
la luz en su oral transcripción por parte de este antiguo policía
en un banco de una plaza de Marsella, ciudad en donde disfrutaba de su retiro.
Se trata de una versión en la que, creo identificar, el ficticio poder
del hombre, más que su urgencia de eternidad.
Diálogo en el tren del norte me fue
relatado por un indígena peruano, hijo fiel del inca, en la plaza San Martín de
Lima. Carente de todo misticismo autóctono e infectado por una cuota de
flagrante occidentalismo se denuncia abrumado por alguna herida incurable.
La subversión de las sombras responde a
una réplica -tal vez no textual- de un sufrido comentario registrado en ajadas y
amarillentas hojas de un viejo cuaderno que me fue entregado por un sacerdote
que asistió en sus últimos momentos a un condenado a muerte en una ciudad que ya
no recuerdo de América del Norte.
Me ha correspondido la tarea de compilar estos dispersos e
insólitos relatos. La verosimilitud que encierran es motivo de una
discusión que yo no abordaré, en cambio sí puedo afirmar,
después de haberlos releído infinidad de veces, que su veracidad
es de variado orden. Es decir, las historias pueden ser en parte
auténticas y en parte no, pero en lo que hace a aquella forma de verdad
emergente, esa que, guardada y manifestada al unísono, se muestra tan
prontamente al ignorante como al docto -pues habitan ambos el mismo
territorio de lo humano- y que algunos llaman sentido, debe confiarse como
en el sol que nos amanece a diario. El sentido ha de ser algo que habita el
claroscuro, porque también es cierto, que el sol es mejor observado
cuando lo cubre alguna nube.