Me encontraba en Nueva Delhi cuando me refirieron en el
aeropuerto un cuento sobre El discípulo de Vardhamana relatado a
dos voces por una mujer que llevaba un niño dentro y uno en sus brazos y
otra mayor a su lado que podría haber sido su madre, ambas eran cobrizas
y de ojos profundos con vestidos blancos y largos hasta sus sandalias. Ante mi
asombro por haber asistido a aquellas rondas matutinas de carros cargados con
cadáveres recogidos en las calles de Calcuta -identificados antes
de ser retirados por la obstinada inmovilidad que demostraban al golpe de
bastón-, ambas trataron, infructuosamente, de iniciarme en la
comprensión de ciertos criterios de vida tan alejados de los míos
como Benarés está de Nueva York.
La leyenda de Simmias, traidor y vengador, me fue
confiada en Grecia, entre las blancas hojas que se desgajaban de los almendros
que rodean al templo de Apolo, por un guía de baja estatura que
dirigía una excursión a las ruinas de Delfos.
La historia de Los mármoles de Fidias pertenece a
un irlandés tuerto que encontré en un pub de Picadilly.
Tenía encima tanto alcohol que temí encender un cigarrillo en su
cercanía. Llegué a creer que era una invención de su mente
-especialmente porque el plano que dibujó frente a mí no era
muy convincente y supongo que adulteró algún aspecto-, pero
aún me sigue jurando por carta que en verdad aquello ocurrió.
Agonía infinita -descripción de la
tozudez humana y de la ambición de alguna forma de eternidad- corresponde a una
incomprobable leyenda toledana del siglo XVII que recibí de un andaluz que
vendía lotería en Sevilla.