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¿Qué hay entonces de nuevo en la filosofía del período imperialista? Esta filosofía, en su conjunto, es el reflejo del imperialismo mismo sobre el plano del pensamiento, es decir del estadio supremo del capitalismo, que es también el más rico en contradicciones. Las contradicciones propias a la sociedad capitalista, que son las que determinan la evolución, la forma y el contenido de la filosofía burguesa, aparecen en el imperialismo bajo una forma objetiva llevada al extremo. Sin embargo, la burguesía tiene un interés vital en no reconocer ese carácter fundamentalmente contradictorio de su pensamiento. Dicho con otras palabras: cuanto más profundas e irreconciliables son esas contradicciones, tanto más aguda es la ruptura -la causa misma de la crisis de la filosofía- entre el pensamiento filosófico burgués y la evolución de la realidad social. Pero el problema no consiste solamente en una contradicción entre el pensamiento burgués y la realidad social del imperialismo, sino que se le agrega aún otra contradicción: la que subsiste entre la evolución efectiva y la superficie directamente perceptible de esa realidad social. Esta contradicción es la que explica el hecho de que ciertos pensadores, que son sin embargo pensadores de buena fe, nos den una representación completamente falseada de la realidad social, simplemente porque se limita a examinar esta superficie directamente perceptible. Esta contradicción constituye naturalmente un problema constante para el pensamiento burgués. En la sociedad capitalista el fetichismo es inherente a todas las manifestaciones ideológicas. Esto quiere decir, sumariamente, que las relaciones humanas, que en la mayor parte de los casos se mantienen por intermedio de objetos, aparecen como si fuesen cosas para esos observadores engañados por el espejismo superficial de la realidad social; las relaciones entre los seres humanos aparecen entonces bajo el aspecto de una cosa, de un fetiche. El ejemplo más claro de esta alienación lo proporciona la mercancía, que es el elemento fundamental de la producción capitalista. La mercancía, tanto por su producción como por su circulación, es efectivamente el agente mediador de las relaciones humanas concretas (capitalista-obrero, vendedor-comprador, etc.), y es necesario el funcionamiento de condiciones sociales y económicas muy concretas y muy precisas -es decir, de las relaciones humanas- para que el producto del trabajo del hombre se convierta en mercadería. Pero la sociedad capitalista disfraza esas relaciones humanas y las torna indescifrables: disimula cada vez más el hecho de que el carácter de mercancía del producto del trabajo humano no es más que la expresión de ciertas relaciones entre los hombres. De este modo las cualidades de mercancía del producto (su precio, por ejemplo) se separan del producto y se convierten en cualidades objetivas, como el sabor de la manzana o el color de la rosa. El mismo proceso de alienación ocurre en el caso del dinero, en el del capital y en el de todas las categorías de la economía capitalista: las relaciones humanas adquieren al aspecto de cosas, de cualidades objetivas de objetos. Cuanto más alejada de la producción material efectiva se encuentra una de esas categorías, tanto más vacío es el fetiche, más desprovisto de todo contenido humano se encuentra. Por eso es que la evolución del capitalismo en el estadio imperialista no hace más que intensificar el fetichismo general, puesto que los fenómenos a partir de los cuales seria posible revelar la deificación de todas las relaciones resultan cada vez menos accesibles a la reflexión de la mayoría de las personas, por el hecho del dominio que ejerce el capitalismo. |
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La crisis de la filosofía burguesa
de George Lukacs
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