Se había inclinado, se había arremangado un brazo, el derecho,
hasta el codo; manteníalo introducido entre las sábanas; como quien reza
letanías, prodigaba palabras de consuelo a la paciente, maternalmente la
exhortaba: «¡Coraque Duña maría, ya viene lanquelito, é lúrtimo...
coraque!...»
Mudo y como ajeno al cuadro que presenciaban sus ojos, dejose
estar el hombre, inmóvil un instante.
Luego, arrugando el entrecejo y barbotando una blasfemia,
volvió la espalda, echó mano de una caja de herramientas, alzó un banco y,
sentado junto a la puerta, afuera, púsose a trabajar tranquilamente, dio
comienzo a cambiar el fondo roto de un balde.
Sofocados por el choque incesante del martillo, los ayes de la
parturienta se sucedían, sin embargo, más frecuentes, más terribles cada
vez.
Como un eco perdido, alcanzábase a percibir la voz de la
partera infundiéndole valor:
E lúrtimo... coraque!...
La animación crecía en los grupos de inquilinos; las mujeres,
alborotadas, se indignaban; entre ternos y groseras risotadas, estallaban los
comentarios soeces de los hombres.
El tachero entretanto, imperturbable, seguía
golpeando.