Acá y allá entre las basuras del suelo, inmundo, ardía el fuego
de un brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras bajo
el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de vecinos se
formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres azoradas,
cuchicheando.
Algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila
animalidad de aquel humano hacinamiento.
Sin reparar en los otros, sin hacer alto en nada por su parte,
el italiano cabizbajo se dirigía hacia el fondo, cuando una voz
interpelándolo:
-Va a encontrarse con novedades en su casa, don Esteban.
-¿Cosa dice?
-Su esposa está algo indispuesta.
Limitándose a alzarse de hombros él, con toda calma siguió
andando, caminó hasta dar con la hoja entornada de una puerta, la penúltima a la
izquierda.
Un grito salió, se oyó, repercutió seguido de otros atroces,
desgarradores al abrirla.
-¿Sta inferma vos? -hizo el tachero avanzando hacia la única
cama de la pieza, donde una mujer gemía arqueada de dolor:
-¡Madonna, Madonna Santa...!, atinaba tan sólo a
repetir ella, mientras gruesa, madura, majestuosa, un velo negro de encaje en la
cabeza, un prendedor enorme en el cuello y aros y cadena y anillos de
doublé, muchos en los dedos, hallábase de pie junto al catre la
partera.