Y Pollion caía fulminado por los anatemas.
Así habían pasado los días del primer matrimonio de mi tío. El hacía, in petto grandes programas de enmienda: se creía un culpable, un malvado, pero no, podía con sus extravíos de, ternura, y a fe que tenía razón: mi tía era refractaria por índole y por naturaleza a todo afecto íntimo, y, sus caricias debían ser, si alguna vez las hizo a alguien, como, las manotadas de una pantera.
Las impresiones que aquel hogar lleno de movimiento producían sobre mi espíritu, eran múltiples y variadas. Mi tía Medea nunca dejaba de echarme en cara que, al morir mis padres me había recogido por favor y como un acto mil veces más caritativo y recomendable que el de la hija de Faraón, salvando a Moisés de la corriente del Nilo. Mi padre, hermano menor de mi tío, había muerto joven, y mi madre al darme a luz. Ante la ley natural, a Dios gracias, mi tía no Podía exigirme parentesco.
En aquel hogar rancio y ridículo yo pie había formado sin grandes afecciones; había crecido lentamente como una, planta exótica, al lado de mi pobre tío, que, sin duda me quería, y que, no sabiéndose defender a sí mismo de su terrible compañera, se guardaba, por su parte muy bien de protegerme cuando la brava, señora, la emprendía conmigo.