Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando, de pronto, una mañana, al sentarnos a almorzar, me dijo:
- Sobrino, me caso...
Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue, como siempre, suave é insinuante como un arrullo, pues mi tío, aunque, tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.
¿Y qué tenía de particular que mi tío se casara? ¡Vaya si lo tenía! Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había, muerto. ¡Mi tía! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora, feroz, hija de, un mayor de caballería que había, servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una, voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima transmitía, el fluido pavoroso a los platos y a las copas que, se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la, descarga de terror conyugal.
Así pasaban las cosas cuando mi tía Medea purificaba sobre la tierra a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballería, tiritaban entre los mareos dorados, y perdían la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que, había inmortalizado, aquellos absurdos artísticos; los muebles tomaban un aspecto solemne, y parecían, por su alineación severa, la serie de los bancos de los acusados los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de la casa; mi tío, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de, marido hostigado durante, veinticinco años, concluía por doblar el cuello y hundir su barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la, que un cazador brutal descarga a boca de, jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y los gritos estentóreos de, mi tía Medea se prolongaban hasta altas horas de la noche; tenía unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un torrente de lava hablada, en medio de, gesticulaciones y de ademanes dignos de una sibila que evacua sus furores tremendos.
Una mujer como mi tía, tenía que ser, como fue, de una esterilidad a toda prueba. Hasta los quince años yo tuve, vehementes dudas sobre su sexo; aquel retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tío.
Mi tío estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.