Durante los minutos que duró el Let it be, Goyo
escudriñó a Rafa y su pandilla. Parecían absortos deshaciendo la trenza de
María, una alumna de origen cubano a la que le sentaba muy mal que le tocaran el
pelo siempre laboriosamente peinado. Aquella actitud tranquilizó al joven. Por
un momento sus dudas se disiparon. No, no parecía posible que Rafa fuera el
autor de aquellos mensajes lanzados desde el patio y que aterrizaron en la mesa
del chico. Algo más tranquilo, el joven vigiló con su reloj el momento en que la
campana sonara. Quería salir el primero de la clase y acudir a su misteriosa
cita sin ser visto.
Al primer toque de timbre, cerró su carpeta y corrió hacia la
puerta. Fue el primero en el pasillo, así que hizo una carrerilla sobrenatural
para alcanzar las escaleras que descendían al patio y, una vez allí, corrió con
todas sus fuerzas por los jardines hasta llegar al edificio circular habilitado
como comedor. Allí miró a su derecha y a su izquierda para cerciorarse de no
haber sido visto por ninguno de sus habituales agresores, y prosiguió su camino,
bordeando el edificio, hasta llegar a la parte trasera, donde presumiblemente le
esperaba aquel misterioso personaje.
Goyo llegó a la cita jadeando. No estaba muy en forma y, a
decir verdad, las piernas le temblaban, poco acostumbradas a correr así.
No había nadie esperándole y aquello le decepcionó. Esperó unos
minutos, andando de arriba abajo, muy inquieto. Por un instante, volvió a pensar
que todo aquello era una broma o, peor aún, una encerrona de Rafa; ya estaba
apunto de marcharse cuando, por fin, alguien apareció.
Una chica de último curso, alta y delgada, vestida con vaqueros
y jersey rojo, pelo moreno recogido en una coleta, se apoyó en la pared cruzando
los brazos. Miró a Goyo en silencio con una sonrisa pícara.