Se esfumó de casa sin apenas despedirse de su madre,
avergonzado de sí mismo por haber vuelto a caer, una vez más, presa de su
cobardía y debilidad.
-¿Qué te pasa? Tienes mala cara -preguntó Marta, una compañera
del colegio, sentándose a su lado en el autobús.
-Nada, he dormido mal -musitó Goyo.
-¿Te sabes el examen de mates? -prosiguió ella.
-No muy bien, ya sabes que no se me dan bien los números
-gruñó él.
-Te noto muy tenso... ¿Estás seguro de que es sólo por el
examen? ¿No hay nada más? -insistió Marta.
Goyo se encogió de hombros y dio la espalda a su amiga,
zanjando así una conversación que precisamente aquel día no estaba dispuesto a
tener. Aquel gesto no le gustó a Marta, quien hacía ya tiempo que sospechaba que
algo malo le ocurría a aquel chico. «Problemas en casa o con algún gamberro de
su clase», pensó ella en más de una ocasión. Pero Goyo no era de conversación
fácil y mucho menos con una chica.
Al sonido de la campana, los alumnos más rezagados se
precipitaron en el interior de la clase. Javier, el profesor de matemáticas,
cerró la puerta y comenzó a distribuir las preguntas del examen por escrito. Una
ola de nerviosismo recorrió la clase. De los veinte alumnos, podría decirse que
tan sólo cuatro respiraban con normalidad. El resto contenía la respiración
deseando con todas sus fuerzas que aquel examen no contuviera preguntas
incontestables o problemas de imposible solución.