El lunes por la mañana, Goyo se levantó dos horas antes. No
podía dormir. Estaba ansioso. Limpió sus deportivas lo justo y necesario para
que su madre no le riñera al pasar revista a su indumentaria y, una vez aseado,
se sentó encima de su cama para hacer tiempo.
Repasó una y otra vez los singulares hechos que le sucedieron
el viernes a última hora, en busca de alguna nueva pista o detalle que se le
hubiera escapado. Saboreó cada instante y miró una y otra vez las dos notas de
papel que había conservado celosamente como preciados tesoros. Goyo estaba tan
absorto en su ensoñación que ni se dio cuenta de que, justo antes de ir a
desayunar, un oscuro presentimiento entró sigiloso por la parte trasera de su
mente y se apoderó de él por completo. Su rostro se agrietó, sus ojos se
hundieron, su ceño se frunció y su estomago se bloqueó. «¿Y si los mensajes
habían sido enviados por algún cómplice de Rafa?», «¿y si todo era una trampa?»,
se preguntó entonces.
Como una cruel vuelta de tuerca del destino, a Goyo se le vino
el mundo encima. Todo el entusiasmo del fin de semana se desvaneció por completo
y su cuerpo volvió a adoptar el mismo semblante que cuando sufría los embistes
de sus agresores. Su espalda se encorvó, sus ojos se clavaron al suelo, su andar
se hizo torpe e inseguro, sus pelos se erizaron, un sudor frió recorrió su
espalda, su visión se nubló. En cuestión de segundos, el joven dejó de ser
persona para convertirse en un amasijo informe de nervios y miedo.