«¿Qué puede significar un antiguo A. A.?», se preguntó
el chico corriendo en busca del autocar que le llevaba todos los días a casa, en
la zona norte. «¿A. A. de Antiguo Alumno?, ¿A. A. de...
Alcohólicos Anónimos.? No. No creo que signifique nada de eso.», pensó.
Los fines de semana no eran muy alegres para Goyo. Su padre
siempre andaba de viaje demasiado ocupado en su nuevo cargo como jefe de ventas
de una empresa de regalos. Su madre, dependienta en una tienda de ropa,
acostumbraba a pasarse el fin de semana tumbada en el sofá y colgada del
teléfono, quejándose del dolor de piernas que le producían las ocho horas que
pasaba al día de pie. Su hermanita Luisa era la única dispuesta a participar en
algún juego con él, pero Goyo, con sus trece años, no tenía muchas ganas de
aquello. Sus amigos del barrio se habían distanciado un poco de él en los
últimos tiempos porque sus padres no le dejaban salir los sábados hasta las once
de la noche, como a otros chicos. De haber podido, tampoco hubiera aprovechado
aquellos momentos de juerga. Las agresiones en el colegio le tenían más que
preocupado. Cada día se sentía más y más hundido y aquello empezaba a verse
reflejado en algunos exámenes, poniendo en peligro la buena marcha del
curso.
Pero aquel fin de semana, hasta sus padres notaron un cambio en
el joven. Por primera vez en meses, Goyo sonreía en silencio, ensimismado,
saboreando excitado la puerta que ante él se acababa de abrir: una aventura, un
desafío esperándole el lunes, en el recreo, detrás del comedor. Porque lo tenía
claro: Goyo había tomado la decisión de probar suerte con aquel remedio tan
extraño. «No tengo nada que perder y mucho que ganar», se dijo, aunque, a decir
verdad, acudiría a esa cita más que nada por curiosidad. Ardía en deseos de
desvelar la identidad de aquel misterioso comunicador.