Hice un signo de asentimiento y el moribundo con voz débil continuó: Lo que tengo que decirle es que hará cosa de un mes vi en unas carreras a un individuo cuya cara me era desconocida. Mientras topeábamos en la vara le divisé en la cintura una faja de seda igual a la de mi hermano. El color era el mismo y hasta tenía la misma mancha negruzca en la flecadura. Mientras más miraba aquella prenda más seguro estaba de no equivocarme. Él debió sin duda sorprender mis miradas, porque desde ese momento empezó a esquivarse de mí, yéndose por otro lado las noticias que me dieron me dejaron muy caviloso y, atando cabos, se me ocurrió de repente una idea que fue como una corazonada. Sin perder tiempo me trasladé a la Angostura de la Patagua para ver si había acertado en mis sospechas. Me encaramé en el árbol, y después de registrar un rato las ramas bajas del lado contrario al camino, encontré lo que buscaba: entre dos ganchos muy juntos había un trozo de bóquil que parecía haber crecido allí, pero me bastó raspar con la uña para descubrir la cabeza de un grueso clavo en uno de sus extremos. Miré delante de mí y todo quedó explicado: frente a la Angostura, en el otro lado de la quebrada, hay como usted sabe un roble cuyas ramas más altas quedan muy cerca de la copa de la patagua. No necesité de más para saber dónde estaba escondido el columpio.
Estas palabras del herido fueron para mí un rayo de luz. Mirélo ansiosamente y él con voz débil prosiguió: Fui a casa, busqué un coligue largo y fuerte y en una de sus puntas aseguré un viejo yatagán que mi hermano tenía siempre en la cabecera de su cama.
Volví en seguida a la patagua y coloqué la quila entre los dos ganchos, apuntando al ramaje del roble. Una rozadura en el bóquil me indicaba el punto preciso donde el columpio venía a chocar con su carga nocturna. Calculé que la punta del yatagán quedase a la altura del estómago y, dando una última mano a las amarras, me marché esperando llegase la noche que casualmente era de luna llena.
Ahora que sabía que La Chascuda no era un espíritu del otro mundo, la idea de la venganza no me dejaba sosegar. Esa tarde la pasé en el campo, y antes de que anocheciera del todo ya estaba yo oculto cerca de la barranca.
En cuanto salió la luna mis ojos se clavaron en el ramaje del roble. Veía perfectamente el claro que había entre los dos árboles y esperaba lo que iba a suceder con el corazón palpitante de miedo y angustia. Poco a poco fue elevándose la luna en el cielo despejado, lleno de estrellas, y empezaba ya a cansarme cuando me pareció oír muy lejos el galope de un caballo en la carretera. Me volví hacia el roble y, en el mismo momento, un gran bulto salió de entre sus ramas y cruzó el claro en dirección a la patagua como un pájaro gigantesco. Fue algo como un relámpago. Oí un grito horrible. Los cabellos se me erizaron y eché a correr desatentado, perseguido por aquel espantoso alarido que, desde aquella noche maldita, no ha cesado de atormentarme.
Al llegar a este punto calló el enfermo y aunque hizo algunos esfuerzos para continuar no pudo conseguirlo: Había entrado en agonía.
Para que ustedes comprendan mejor el relato del moribundo, díjonos nuestro huésped, bueno es que sepan que había sido años atrás descortezador de lingues en la sierra de Nahuelbuta. Su oficio de linguero lo había familiarizado con el puente-columpio que usan los que habitan en los bosques para salvar las quebradas. Un procedimiento sencillo e ingenioso permite fijar automáticamente el columpio en el punto de llegada, quedando listo para el regreso.
Cuando la faja de seda lo hizo fijar la atención en el desconocido, una de las noticias que de él obtuvo fue que también había sido linguero. A este dato revelador había que agregar que había levantado su vivienda frente a la Angostura de la Patagua, en la vertiente opuesta de la Quebrada del Canelo, en una fecha que coincidía con las primeras apariciones del fantasma. Estos hechos y otros de menor importancia, según averigüé después, fueron los que despertaron las sospechas del astuto campesino y lo llevaron a descubrir el misterio.
Para terminar esta larga historia sólo me falta referirles que aquella misma tarde, después de grandes fatigas, atando por sus extremidades una docena de lazos, se consiguió llegar al fondo de la quebrada y extraer el cadáver. Aunque en estado de extrema descomposición, como las malezas lo habían protegido de las aves de rapiña, estaba más o menos intacto. Conservaba su ridícula vestimenta: una especie de túnica de piel de carnero, teñida con anilina roja, y la grosera peluca de crines de caballo, blancos en un lado y negros en el otro, que le habían valido su famoso nombre. Un mohoso yatagán, con un trozo de coligue atado a la empuñadura, atravesaba de parte a parte el enorme cuerpo, por encima de la tercera costilla.