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Y prometiéndome hacerles pagar bien cara su deserción emprendí de nuevo la marcha. En ese momento apareció la luna iluminando brillantemente la campiña. Delante de mí, al pie de la escarpada colina vi destacarse las ramas superiores de la patagua. A medida que me acercaba al camino saliendo de la hondonada, el negro follaje del árbol elevábase poco a poco dominando el desolado paisaje. Una reflexión nada grata, por cierto, me asaltó en ese momento. Pensé que si la famosa Chascuda estaba ya al acecho no podía menos que verme desde su observatorio en el sombrío ramaje. Mas mi resolución era irrevocable. Sucediera lo que sucediese yo intentaría la aventura de pasar bajo el siniestro toldo, aunque supiese que el Diablo en persona iba a descolgárseme encima. Aumentaba mi valor la proximidad de mi gente, que estaba seguro acudiría en mi auxilio a la primera señal.

Para mí no había duda de que el nocturno asaltante era algún vecino de los alrededores que se disfrazaba de fantasma para aterrar a las víctimas con la visión de su espantable vestimenta, lo cual le permitía desvalijarlas sin los riesgos que la violencia trae generalmente consigo. Mientras refrenaba la cabalgadura, manteniéndola al paso, iba mentalmente elaborando un plan de ataque y de defensa. Confiado en mis buenas piernas de jinete y en el brioso animal que me conducía, contaba con no dejarme sorprender por la espalda. Descendería al barranco oído alerto y ojo avizor, y al más leve crujido del ramaje clavaría espuelas y cruzaría la zanja como un relámpago. Muy lista debía ser La Chascuda si lograba caer sobre la grupa del caballo como era, según se decía, su modo habitual de acometer. Además del revólver llevaba en el arzón delantero un afilado machete, arma que me parecía la más apropiada para un combate cuerpo a cuerpo con adversario que nos ataca de improviso.

Aunque no soy cobarde, a medida que me acercaba al temido sitio, una extraña angustia me oprimía el pecho; experimentaba una sequedad a la garganta y el corazón me palpitaba con fuerza. Llegado al borde de la barranca y, antes de empezar el descenso, escudriñé el espeso follaje. Por más que miré y remiré nada observé de sospechoso. M una hoja se movía en el árbol. Mas la calma, la soledad y el medroso silencio de aquel paraje embargáronme de tal modo el ánimo, que estuve a punto de torcer riendas y abandonar definitivamente la empresa. Pero esto sólo fue cosa de un segundo. Me afirmé en los estribos, desnudé el machete y, clavando las espuelas en los ijares del caballo, me precipité en la barranca.

De lo que pasó en seguida sólo conservo un recuerdo confuso. Apenas me encontré debajo de la patagua, sentí que un enorme peso caía sobre mis hombros. Antes de que me diera cuenta exacta de la agresión, el mulato se levantó de manos y se tiró de espaldas. Me pareció que mi cabeza chocaba con algo blando y una espesa niebla veló mi vista. Mas no perdí del todo el conocimiento, pues sentí cómo unas manos ágiles me andaban en las ropas y me registraban los bolsillos. De pronto, haciendo un enorme esfuerzo, vencí aquella especie de sopor y me incorporé: un espectáculo extraordinario se presentó a mis ojos. Sobre el borde opuesto del barranco había una extraña y horrible figura en la cual reconocí a La Chascuda tal como me la pintaran los campesinos. Mientras buscaba febrilmente el revólver o el machete, el fantasma se asió de una rama e izándose como un acróbata desapareció entre el follaje.

Permanecí durante algún tiempo inmóvil y aturdido hasta que de pronto un galope furioso me sacó de mi atolondramiento. Eran José, Venancio y los demás que gritaban: ¡Patrón, patrón!

Me levanté de un brinco y salí a su encuentro. Me enterneció la alegría de los pobres muchachos. Me habían creído muerto al ver venir hacia ellos, a revienta cincha, al mulato sin su jinete.

Para abreviar diré a ustedes que hicimos guardia toda la noche junto a la patagua. A pesar del golpe, de la pérdida del revólver, del machete y de la cartera, yo estaba contentísimo. El bandido había sido preso en sus propias redes. Al amanecer arrancaríamos al fantasma de su madriguera, en traje de carácter. Cómo me iba a reír al presentárselo a Venancio cogido de una oreja: Toma, aquí tienes al Diablo que viste la otra noche.

Pueden, pues, imaginarse el desconcierto que se apoderó de mí cuando al salir el sol se registró el árbol y no se encontró en él nada, absolutamente nada, ni siquiera una lagartija. Yo mismo recorrí el tronco de arriba abajo buscando algún hueco, algún escondrijo, alguna trampa, pero tuve que rendirme a la evidencia: La Chascuda se había desvanecido, sin dejar tras sí la menor huella, como un auténtico y legítimo fantasma.

Por vez primera dudé de la percepción de mis sentidos y aun creí que el golpe en la cabeza había perturbado mis facultades. Era tan inverosímil, tan extraordinario lo que me pasaba que, por un instante, temí volverme loco. Y quién sabe hasta dónde hubiesen llegado mi trastorno y desequilibrio de mis ideas si no recibiera ese mismo día aviso de que mi padre estaba gravemente enfermo en la capital de la provincia.

Abandoné precipitadamente el fundo y no regresé a él sino mes y medio después.

En la tarde del día siguiente de mi llegada fueron a avisarme que, mientras trillaba, el caballo de uno de los corredores a la estaca se había dado vuelta aplastando a su jinete, que fue retirado de la era con grandes contusiones internas. El herido quería, según lo expresaron los mensajeros, revelarme un secreto para lo cual había pedido me llamasen sin demora. Cuando llegué, el enfermo parecía muy decaído, pero al verme se reanimó. Sus primeras palabras fueron: ¿Se acuerda de mí, patrón? Lo miré atentamente, y a pesar de lo demudado del semblante reconocí en aquel hombre al hermano del muchacho que vi una mañana muerto en la Angostura de la Patagua.

 
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